“Tomaron, pues, a Jesús y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí lo crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en el medio. Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofás y María Magdalena. Jesús viendo a su Madre y junto a Ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” Y luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre.” Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa. Dieron a Jesús vinagre y cuando Jesús lo tomó, dijo “Todo está cumplido”, e inclinando la cabeza entregó su espíritu” (Jn 19, 16-18; 25-27; 29-30).
«El Misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de “una vez por todas” (Heb 9, 26) por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo.» (Catecismo, 571).
¿Por qué murió Jesús en la cruz?
Tanto el pecado de Adán y Eva, como nuestros pecados personales nos merecen un castigo. ¿Qué clase de castigo? Un castigo proporcional al ser que se ofende. Pero, Dios es un ser infinito, por consiguiente, nuestro castigo es infinito, eterno… la condenación. Así, aunque la humanidad entera hubiera muerte en una cruz, no hubiese sido capaz de reparar un solo pecado cometido contra Dios, pues aún la suma de los padecimientos de todos los hombres sería algo finito, pues somos seres finitos. Para reparar semejante falta se requiere que un ser infinito repare… Sólo Dios es infinito, entonces, sólo Él mismo podía reparar la falta que se cometió contra Él, cargando toda nuestra culpa, poniendo encima de sí toda nuestra maldad… así, Dios “a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él” (2 Cor 5,21).
«Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8,46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8,29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10).» (Catecismo 603).
Efectos de la Pasión de Cristo[1]
Santo Tomás expone seis efectos de la pasión de Cristo:
Liberación del pecado
Leemos en el Apocalipsis de san Juan: “Nos amó y nos limpió de los pecados con sus sangre” (Ap 1,5). Siendo Él nuestra cabeza, con la pasión sufrida por caridad y obediencia nos libró, como miembros suyos, de los pecados pagando el precio de nuestro rescate.
Del poder del diablo
Al acercarse su pasión dijo el Señor a sus discípulos: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera, y yo, si fuese levantado, todo lo atraeré hacia mí” (Jn 12,31-32). Así, el demonio pierde poder sobre el hombre y a partir de ese momento es como un perro amarrado… sólo muerde a quien se le acerca.
De la pena del pecado
Además de librarnos del pecado, nos libró de la pena eterna que merecíamos, es decir, del Infierno. El profeta Isaías había anunciado de Cristo: “Él fue, ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedad y cargó con nuestros dolores” (Is 53,4) con el fin de liberarnos de la pena de nuestros pecados.
Reconciliación con Dios
El apóstol san Pablo dice que “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10). Así, como el hombre ofendido se aplaca fácilmente en atención a un obsequio grato que le hace el ofensor, así el padecimiento voluntario de Cristo fue un obsequio tan grato a Dios que, en atención a este bien que Dios halló en una naturaleza humana, se aplacó de todas las ofensas del género humano.
Apertura de las puertas del cielo
Dice la carta a los Hebreos: “En virtud de la sangre de Cristo tenemos firme confianza de entrar en el santuario que Él nos abrió” (Heb 10,19), esto es, en el cielo, cuyas puertas estaban cerradas por el pecado de origen y por los pecados personales de cada uno.
Exaltación del propio Cristo
En su maravillosa epístola a los filipenses escribe el apóstol san Pablo hablando de Cristo: “se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre” (Fil 2,8-11).
La predicación de la Cruz
Después de ver estos admirables frutos que nos trajo… ¿cómo no amar profundamente al Divino Crucificado? En este orden de ideas, los cristianos predicamos y meditamos la pasión de Cristo, no porque consideremos que sigue muerto en la cruz, sino porque admiramos el gran amor que nos expresó. Algunos hermanos protestantes, acusan a los católicos de predicar a un “Cristo crucificado”. Pues quien levanta tal acusación, no sólo debería acusar a los católicos de hoy, sino, a uno de los primeros católicos, al mismo apóstol san Pablo que decía: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismos judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,23). Quién considere que predicar a Cristo crucificado es predicarlo derrotado, no ha entendido nada. En la cruz cristo no está siendo vencido… en la cruz Cristo está logrando la victoria más grande que jamás se haya logrado sobre la humanidad: ¡Gracias a su muerte somos libres! El que está crucificado no es un fracasado, es Rey: “Pilato redactó una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito decía así: Jesús el Nazareno, el rey de los judíos” (Jn 19,19); esto lo vio claramente el buen ladrón cuando dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23,42). ¿Y dónde debe estar un rey? ¡En su trono! El trono de Jesús es la Cruz. Por supuesto, esto no obedece a los estándares de los mundanos que nos consideran “locos” por predicar a un rey crucificado, “pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios” (1 Cor 1,18). El cristiano auténtico, no sólo debe predicar a Cristo crucificado, debe, además, presumir de que sigue a un Dios que le amó hasta la cruz: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de presumir si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gál 6,14).
¡Cuidado! No vaya ser que estés dentro del grupo de los enemigos de la cruz de Cristo… san Pablo deja bien claro cuál será el fin de estas personas: “Porque muchos bien, según os dije tantas veces -y ahora os lo repito con lágrimas-, como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición” (Fil 3,18).
Cristo Resucitó
Algunos personajes importantes en la historia se destacaron por sacrificarse por una causa noble. Aunque es cierto que ninguno expresó tanto amor como Cristo, si Él se hubiese quedado en la tumba, no hubiera sido más que otro gran hombre… Pero Jesús, no es sólo un gran hombre… ¡es Dios! Y esto lo demostró resucitando de entre los muertos y siendo glorificado a la derecha del Padre: “Si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana, y vana también nuestra fe (1 Cor 15,14).
«Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús (Hch 13,32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz: Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida.
El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce” (1 Cor 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).» (Catecismo, 639-640).
Necesidad de meditar la Pasión[2]
Para adquirir el Amor a Dios, es necesario meditar sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Si Jesucristo es poco amado se debe al descuido y a la ingratitud de los hombres que olvidan todo aquello que padeció el Hijo de Dios por nuestro amor. San Gregorio escribe: “parece una locura cómo un Dios, que es autor de la vida, ha querido morir por sus criaturas”. Y el mismo San Pablo enseña a los Efesios que hemos de “vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros” (Ef 5,2). De esta manera nos ha purificado con su Sangre: “nos ama y nos ha lavado con su Sangre de nuestros pecados” (Ap 1,5).
San Buenaventura decía: “¡Oh Dios mío! Me has amado tanto que parece que por mi amor has llegado a odiarte”. Estas son las cosas que hace escribir al Apóstol: “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14). Pablo nos está diciendo así que el amor que nos tiene Jesucristo nos fuerza, de cierto modo, a quererle. ¿Cuántas cosas somos capaces de hacer los hombres por aquello en que hemos puesto nuestro afecto? Y sin embargo, ¡qué poco estamos dispuestos a hacer por un Dios de bondad infinita que nos amó hasta la muerte en el patíbulo de la cruz!
Imitemos a San Pablo que decía: “Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6,14). Y ¿qué mayor gloria puede haber que ser amado por un Dios que llegó a dar su Sangre y su vida por cada uno de nosotros? Por esto, todos cuantos tenemos fe hemos de preguntarnos ¿Cómo es posible tener otro amor distinto del de Dios? ¿Cómo no amarle viendo sus pies y manos taladrados y soportando el peso de todo su cuerpo Crucificado? ¿Cómo no nos sentiremos movidos a amar a Jesús viéndole morir de dolor por nuestro amor?
Sobre la Pasión, escribe el profeta Isaías: “Y con todo eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que soportaba” (Is 53,4). Y en el versículo siguiente añade: “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas” (Is 53,5).
Por consiguiente, Jesucristo sufrió estas penas y dolores para liberarnos de ellas. Jesucristo se nos deja ver sobre una Cruz, atravesado por tres clavos, derramando su Sangre y agonizando entre enormes dolores. Yo pregunto: ¿por qué se nos presenta a Jesús en un estado tan conmovedor? ¿Busca nuestra compasión? No, ciertamente que no. Jesús no busca nuestra compasión sino nuestro amor.
Ya nos había dicho: “Con amor eterno te he amado” (Jr 31,3), pero, al ver que no bastaba esta aclaración para superar nuestra tibieza, y para movernos a su amor, nos demostró, en la práctica, cómo era el amor que nos tenía. Por ello, no dudó en morir de dolores por nosotros y mostrarnos así la inmensidad de su cariño. De esta manera nos lo asegura San Pablo: “Cristo nos amó y se entregó por nosotros”
(Ef 5,2).
No podemos dejar de contemplar, tampoco, a nuestra Madre al pie de la cruz. Su participación totalmente particular en la obra de nuestra redención llevada a cabo por Jesucristo, la hace corredentora[3], la asocia de una manera del todo singular a Cristo y nos enseña a nosotros a asociarnos a su pasión.
PRÁCTICA
Ver la película de “la pasión de Cristo”, de Mel Gibson, en un clima de oración y reflexión.
[1] ROYO, Marín. Jesucristo y la vida cristiana. 1ra Ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 1961. Pp. 335-340.
[2] San Alfonso María de Ligorio, Amor Divino, cap.2- 3.
[3] El prefijo “co” viene de la palabra del Latín “cum” que significa “con” y “no igual a”. El término, como ha sido usado por la Iglesia, nunca pone a María en nivel de igualdad con Jesucristo, el divino Redentor. Sin embargo, la libre y activa cooperación humana de la Madre de Jesús en la redención, particularmente en la Anunciación y en el Calvario, es correctamente reconocida por el magisterio y las enseñanzas papales del Concilio Vaticano II -Lumen Gentium nn. 56 al 61- y se convierte en un ejemplo preeminente de cómo el cristiano está llamado a hacerse un “co-laborador con Dios”.