La expresión de que el Espíritu Santo es “el gran desconocido” de la vida cristiana, se ha hecho popular. Pero quizá no se han reflexionado seriamente las consecuencias de esto. Olvidar al Espíritu no es simplemente olvidar un tema más o menos marginal, o más o menos interesante, sino algo así como olvidar la esencia del ser cristiano.
¿Quién es el Espíritu Santo?
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Dios es uno y trino, tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Es un misterio lleno de amor que no podemos comprender plenamente, pues no tenemos nada con que podamos comparar a la Santísima Trinidad, nada que sea a una sola cosa y tres a la vez; tenemos ejemplos de tres cosas que se unen y forman una sola (las tres hojas del trébol forman un solo trébol), pero cada una de las tres es “una parte” del todo… no ocurre así en la Santísima Trinidad: cada una de las tres personas Divinas es todo Dios y los tres son todo Dios. Quizá un ejemplo que se aproxima un poco -aunque manteniéndose todavía a una distancia infinita del misterio trinitario- es el sol: digamos que el sol es: luz, fuego y calor. Podríamos decir que el sol es “todo luz” y decimos verdad; podríamos decir que el sol es “todo fuego” y decimos verdad; podríamos decir que el sol es “todo calor” y decimos verdad… pero no son tres soles, es un solo sol. Así pasa en la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son personas distintas pero son un solo Dios, y de cada uno podemos decir que es plenamente Dios, sin concluir con esto que son tres dioses.
El Espíritu Santo es el amor personificado con que se aman el Padre y el Hijo. «El corazón late, late continuamente hasta que muere. Y en cada latido no hace sino repetir: Amo, amo; ésa es mi misión y única ocupación. Y cuando encuentra, finalmente, otro corazón que le comprende y le responde: «Yo también te amo», ¡oh, qué gozo tan grande! Pero ¿qué hay de nuevo entre estos dos corazones para hacerlos tan felices? ¿Acaso el solo movimiento de los latidos que se buscan y confunden? No. Estoy persuadido que entre mí y aquella persona que amo existe alguna cosa. Esta cosa no puede ser mi amor, ni tampoco el amor de ella; es, sencillamente, nuestro amor, o sea, el resultado maravilloso de los dos latidos, el dulce vínculo que los encadena, el abrazo purísimo de los dos corazones que se besan y se embriagan: nuestro amor. ¡Ah, si pudiéramos hacerlo subsistir eternamente para atestiguar, de manera viva y real, que nos hemos entregado total y verdaderamente el uno al otro! Esta fatal impotencia, que, en los humanos amores, deja siempre un resquicio a incertidumbres crueles, jamás puede darse en el corazón de Dios.
Porque Dios también ama, ¿quién puede dudarlo? Es Él, precisamente, el amor sustancial y eterno: “Dios es amor” (1 Jn 4,16). El Padre ama a su Hijo: ¡es tan bello! Es su propia luz, su propio esplendor, su gloria, su imagen, su Verbo... El Hijo ama al Padre: ¡es tan bueno, y se le da íntegra y totalmente a sí mismo en el acto generador con una tan amable y completa plenitud! Y estos dos amores inmensos del Padre y del Hijo no se expresan en el cielo con palabras, cantos, gritos..., porque el amor, llegando al máximo grado, no habla, no canta, no grita; sino que se expansiona en un aliento, en un soplo, que entre el Padre y el Hijo se hace, como ellos, real, sustancial, personal, divino: el Espíritu Santo. He aquí, pues, con el corazón, mejor acaso que con el razonamiento metafísico, revelado el gran misterio: la vida de la Santísima Trinidad, la generación del Verbo por el Padre y la procesión del Espíritu Santo bajo el soplo de su recíproco amor»[1].
«Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Por eso se ha hablado del misterio divino del Espíritu Santo en la “teología trinitaria”, en tanto que aquí no se tratará del Espíritu Santo sino en la “Economía” divina.» (Catecismo, 685).
«Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Gál 4, 6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo.» (Catecismo, 689).
¿Cómo lo recibimos?
El don del Espíritu es un regalo del Padre que pedimos en nombre de su Divino Hijo: “Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13).
El Espíritu Santo se nos da a través del Bautismo: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). «La Iglesia pide a Dios que, por medio de su Hijo, el poder del Espíritu Santo descienda sobre esta agua, a fin de que los que sean bautizados con ella “nazcan del agua y del Espíritu” (Jn 3,5).» (Catecismo, 1238).
Su acción se vivifica con la confirmación: «a los bautizados el sacramento de la confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras» (Catecismo, 1285). Después del bautismo, los apóstoles oraban por los cristianos para que recibieran un fuerte influjo del Espíritu Santo: “Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran al Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían al Espíritu Santo”. (Hch 8, 15-17).
Lo que sería imposible sin el Espíritu Santo
Hay cosas absolutamente necesarias en nuestra vida que, por no estar haciéndose evidentes en cada momento, pasan desapercibidas. Pero bastaría reflexionar en qué pasaría si no estuvieran para darnos cuenta de su capital importancia. Así sucede, por ejemplo, con el aire. No se ve, sólo se siente; poco pensamos en él; está en todas partes y estamos en permanente contacto con él, pero sólo nos damos cuenta de su importancia cuando falta, cuando estamos ahogándonos por falta de él. Lo mismo sucede con el Espíritu Santo; está allí, siempre, cada que le necesitamos, nos ayuda en todo, sin él nada sería posible, pero no nos percatamos de su presencia. Por eso no es casualidad que «el término “Espíritu” traduce el término hebreo Ruah, que en su primera acepción significa soplo, aire, viento» (Catecismo, 691). Sería conveniente listar una serie -siempre limitada- de cosas que sería imposible hacer si no estuviéramos asistidos por el Espíritu de Dios, para que al final quedemos convencidos de la absoluta necesidad que tenemos de invocarle en todo y para todo. Sin el Espíritu Santo, sería imposible:
La creación del mundo: Pues Él “revoloteaba sobre las aguas” (Gen 1,2). ¡Ven Espíritu, y hazme una nueva creación!
La fuerza de los profetas del Antiguo Testamento: Con el término «Profetas» se entiende a cuantos fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de Dios. (cf. Catecismo, 702). Estos hombres profetizaban “porque Yahvé les daba su Espíritu” (Num 11,29). ¡Ven Espíritu, y hazme profeta!
La encarnación del Verbo: La Virgen María concibe a Cristo del Espíritu Santo, quien por medio del ángel lo anuncia como Cristo en su nacimiento (cf. Lc 2,11). ¡Ven Espíritu, y haz nacer a Jesús en mi alma!
Reconocer a Jesús como el Señor: “Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). ¡Ven Espíritu, y auméntame la fe!
Amar a Dios: “El amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que se os ha dado”. (Rom 5,5). ¡Ven Espíritu, y lléname de amor!
La existencia de la Iglesia: Estando los apóstoles reunidos “perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de sus hermanos” (Hch 1,14), “de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Entonces quedaron todos llenos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,2-4). ¡Ven Espíritu, y hazme testigo en tu Iglesia!
Ser cristianos: Porque la palabra griega “Cristo” significa “ungido”; somos cristianos porque somos “ungidos” “porque hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu” (1 Cor 12,13). ¡Ven Espíritu, y ayúdame a un católico coherente!
Ser hijos de Dios: “En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rom 8,14-15). ¡Ven Espíritu, y enséñame a comportarme como hijo!
Ser santos: “si vivimos por el Espíritu, sigamos también al Espíritu” (Gál 6,25); y quien vive según el Espíritu produce el fruto del Espíritu: la santidad (cf. Gál 6,22) ¡Ven Espíritu, y santifícame!
Hacer oración: “De igual manera, el Espíritu viene también en ayuda de nuestra flaqueza. Como nosotros no sabemos pedir lo que conviene, el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indescriptibles” (Rom 8, 26). ¡Ven Espíritu, y enséñame a orar!
Entender la Palabra de Dios: pues la Biblia fue escrita por “hombres que hablaban de parte de Dios movidos por el Espíritu Santo” (2 Pe 1,20) y debe ser interpretada con el mismo Espíritu que la inspiró. ¡Ven Espíritu, y ayúdame a entender tu Palabra!
Conocer la Verdad: Pues Él es el “Espíritu de la Verdad” (Jn 16, 13). ¡Ven Espíritu, y revélame la verdad!
Ser libres: “Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3,17). ¡Ven Espíritu, hazme libre!
Ser valientes: “Piensa que el Señor no nos dio un espíritu de temor, sino de fortaleza, de caridad y de templanza” (2 Tim 1,7). ¡Ven Espíritu, y hazme valiente!
Lograr conversiones: “Y me presenté a vosotros débil, tímido y tembloroso, apoyando mi palabra y mi predicación no en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la demostración del Espíritu y de su poder, para que vuestra fe no se fundase en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios” (1 Cor 2,4-5). ¡Ven Espíritu, dame eficacia en la palabra!
Hacer milagros y expulsar demonios: Los que creen en Jesús y se llenen del Espíritu de Dios “expulsarán demonio, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien.” (Mc 16,17-18) ¡Ven Espíritu, y obra prodigios a través de mí!
La unidad: Pues es su fuerza la que logrará “la unidad de los hijos de Dios dispersos” (Jn 11, 52). ¡Ven Espíritu, haznos un solo rebaño con un solo pastor!
Superar la tentación: “Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la tentación os proporcionará la fuerza para poderla resistir con éxito” (1 Cor 10,13). ¡Ven Espíritu, y dame la fuerza para resistir la tentación!
Recibir sus frutos: “En cambio, los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí mismo.” (Gál 5,22-23).
¿Quieres aprender a amar? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres ser feliz? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Necesitas paz en tu corazón? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Necesitas ser más paciente? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres aprender a tratar mejor a las personas siendo más afable? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Deseas tener sentimientos más bondadosos en tu corazón? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Anhelas ser fiel? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Deseas dejar de ser presumido? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres salir de los vicios? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Qué sería, entonces, de la vida sin el Espíritu Santo? ¡No habría vida! Sin el Espíritu no habría profetas, no se hubiera encarnado el Verbo del Padre, no podríamos reconocer a Jesús como Señor, ni amarle; no existiría la Iglesia, nadie sería cristiano ni hijo de Dios, no habría santos ni podríamos hacer oración, no podríamos interpretar la Biblia, más aún, no habría Biblia. Sin el Espíritu de Dios desconoceríamos la verdad y seríamos esclavos, cobardes; sin el Espíritu Santo no habría evangelización posible, seríamos para siempre esclavos de satanás. Después de esto ¿alguien puede dudar de la necesidad apremiante que tenemos del Espíritu de Dios? Sólo en el Espíritu encontraremos la unidad, la felicidad, el amor, la paz, la fuerza para vencer. ¡El Espíritu Santo lo es todo!
¡Ven Espíritu Santo!
La Iglesia siempre ha invocado al Espíritu Santo, porque el mismo Señor nos dijo que lo hiciéramos, prometiendo que el Padre: “dará el Espíritu Santo a quien se lo pida” (Lc 11,13). Para nosotros, en el siglo XXI, es muy fácil decir esto. Nosotros, acostumbrados a los medios de comunicación, podemos llamar a una persona cuando queramos, sin importar la distancia que nos separe de ellos; pero cuando Jesús dijo estas palabras, no existían los modernos medios de comunicación. Sólo se podía llamar a quien estuviera lo suficientemente cerca para que nos pudiera escuchar. Lo que el Señor está diciendo, entonces, es que podemos invocar el Espíritu Santo porque Él siempre está cerca de nosotros.
Dones del Espíritu Santo
«Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf. Is 11,1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.» (Catecismo, 1831).
Sabiduría: gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios.
Inteligencia (Entendimiento): Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas.
Consejo: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.
Fortaleza: Fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza. Para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente. Supera la timidez y la agresividad.
Ciencia: Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
Piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar ¡Abbá, Padre!
Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, conscientes de las culpas y del castigo divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de “permanecer” y de crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7).
En definitiva, podemos decir que todo lo que tiene que ver con el Espíritu Santo es más para ser vivido que para ser comprendido. Dejémonos inundar por su presencia y él nos revelará al Hijo eterno del Padre. (cf. Catecismo, 689).
PRÁCTICA
Hacer una oración de efusión fuerte al Espíritu Santo. Esta se debe hacer en comunidad y dirigida por el preparador.
[1] ROYO, Antonio. El Gran Desconocido. 2da. Ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 2004. P. 18.