Dios es «llamado “el Poderoso de Jacob” (Gén 49,24; Is 1,24, etc.), “el Señor de los ejércitos”, “el Fuerte, el Valeroso” (Sal 24,8-10). Si Dios es Todopoderoso “en el cielo y en la tierra” (Sal 135,6), es porque él los ha hecho. Por tanto, nada le es imposible (cf. Jr 32,17; Lc 1,37) y dispone a su voluntad de su obra (cf. Jr 27,5); es el Señor del universo, cuyo orden ha establecido, que le permanece enteramente sometido y disponible; es el Señor de la historia: gobierna los corazones y los acontecimientos según su voluntad (cf. Est 4,17b; Pr 21,1; Tb 13,2): “El actuar con inmenso poder siempre está en tu mano. ¿Quién podrá resistir la fuerza de tu brazo?” (Sab 11,21).» (Catecismo, 269).
¿Qué significa que Jesucristo sea el Señor de la historia?
La certeza que nos da el señorío de Jesús tiene aplicaciones muy prácticas para la vida; creyendo esto firmemente podemos estar plenamente seguros de que, al final, el Señor triunfará y “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”, contra la Iglesia, contra la humanidad redimida por su sangre. Este señorío implica cuatro cosas:
Él siempre tiene el control
El saber que Jesús, es Señor de la historia, nos llena de alegría, puesto que nos da la certeza de que todo está bajo control. En esta certeza se funda la virtud de la esperanza, pues aunque con nuestros ojos veamos que cada vez todo está peor, que la injusticia triunfa, que la maldad se expande por doquier, la esperanza nos asegura que todo estará bien, que nada se ha salido de sus manos. No es que Dios quiera todo lo que sucede, sino que misteriosamente conduce la historia de tal modo que nunca nada está fuera de su control. La esperanza humana se funda en cálculos, en estadísticas, en tendencias… vemos que “la tendencia” muestra cambios, entonces decimos, que las cosas cambiarán. La esperanza cristiana dice: “Dios está triunfando” aunque le veamos crucificado, muriendo como un delincuente. ¡Resucitará!
«Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13,12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Gén 2,2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.» (Catecismo, 314).
“Todo sucede para el bien de los que aman a Dios” (Rom 8,28).
Por muy malas que nos parezcan las cosas, estemos seguros que esto sucede “para nuestro bien” si es que amamos a Dios. Esa es la condición: para tener la certeza de que todo, por malo que nos parezca, sucede para nuestro bien, debemos amar a Dios y estar dispuestos a aceptar lo que él disponga para nosotros. Lo que hoy es una desgracia, mañana será una bendición. Lo que hoy nos hace llorar, mañana nos hará reír. “Los que van sembrando con lágrimas cosechan entre gritos de júbilo” (Sal 125,5).
«Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...] aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir [...] un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf. Rom 5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.» (Catecismo, 312).
“Fiel es Dios que no permitirá que seas probado por encima de tus fuerzas” (1 Cor 10,13)
Otra cosa consoladora es saber que si Dios está permitiendo una prueba para nosotros es porque podemos soportar dicha prueba. “Antes bien, junto con la prueba os proporcionará el modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10,13). La fuerza de Dios, el Espíritu Santo, siempre viene en ayuda de los que le invocan con confianza, humildad y perseverancia. No hemos de desfallecer, solo debemos confiar y esperar en el Señor.
Es por esta razón que san Pío de Pietrelcina decía: “ora, ten fe y no te preocupes”, porque sabía que la fuerza de Dios nunca nos faltaría. Es bien conocido el dicho que reza: “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Todo va pasar, lo que ahora nos hace llorar será mañana un recuerdo, porque Dios nos ayudó a salir de esto.
“Todo lo puedo con Cristo que me fortalece” (Fil 4,13)
Para que la realidad del señorío de Jesús produzca frutos en nuestra vida, debemos recibir la fuerza de su gracia. No es sólo tener la certeza de que Él lo puede todo; debemos, además, recibir su gracia que nos fortalece. Por esta razón son absolutamente necesarios los sacramentos, la oración, la mortificación, la práctica de la virtud, la devoción a la Virgen, la Iglesia Católica, la lectura orante de la Palabra de Dios, en fin, todas aquellas ayudas que el Señor ha dispuesto para que realicemos la voluntad de Dios que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).
PRÁCTICA
Asistir a una vigilia de adoración al Santísimo, en la que se renuncie, de manera personal, a todo aquello que ocupa el lugar de Dios en mi vida. Coronar a Dios como Rey y Señor de mi vida.