Todos hemos escuchado de las fuertes mortificaciones que realizaron los grandes santos. Prolongados ayunos, largas vigilias, duras penitencias. Es particularmente conmovedor el pasaje de la vida de san Francisco de Asís, en que se revolcaba entre espinas para alejar la tentación de lujuria[1]. Hoy nos preguntamos: ¿Está bien esto? ¿No debemos cuidar nuestro cuerpo que es Templo del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 6,19)? ¿Por qué estas mortificaciones tan extremas?