“Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio y no frío o caliente, voy a vomitarte de mi boca.” (Ap 3, 15-16).
Existe un nivel “generalizado” de la tibieza que se describe en la terrible frase: “el que peca y reza, empata”. Desgraciadamente debemos reconocer que una enorme cantidad de fieles bautizados padecen esta tibieza que va generalmente acompañada de un profundo relativismo.
Detrás de esta expresión y de esta tibieza se esconde una profunda ignorancia y desamor. En efecto, quien así piensa ignora que el amor a Dios exige fidelidad y coherencia. ¿Puede un hombre ser infiel a su esposa y tranquilizar su conciencia diciendo que no le falta con el mercado y con todo lo necesario para vivir? Ahí no hay amor verdadero. El amor verdadero exige que se ame a la persona no sólo por momentos, sino siempre. Lo mismo sucede en la vida espiritual: el que dice pecar y rezar para “empatar” es un tibio y será vomitado de la boca de Dios.
Nótese que aquí nos referimos a las personas que tiene la predisposición de “pecar y rezar”, bajo la falsa concepción de que esto, a la larga, agradará a Dios. Porque también es cierto que en nuestra lucha espiritual en ocasiones somos débiles y pecamos, aunque también recemos, pero una recta conciencia tiene perfectamente claro que no hay compatibilidad alguna entre pecar y rezar... ¡se reza precisamente para no caer en pecado! Una verdadera conversión es remedio para este tipo de tibieza.
Sin embargo, existe una tibieza más refinada y por consiguiente más difícil de detectar. Es la tibieza que padecen las personas que ya han iniciado un camino espiritual, y esta tibieza se constituye en una de las peores enfermedades de la vida espiritual: Es como un Cáncer para el alma.
Tibieza en “la gente espiritual”[1]
Esta tibieza es una enfermedad espiritual, que igualmente puede atacar a los principiantes que a los perfectos. Supone realmente haberse adquirido ya cierto grado de fervor y dejarse llevar poco a poco hacia relajamiento.
¿Qué es?
Consiste la tibieza cierta especie de relajamiento espiritual, que va parando las energías de la voluntad, inspira horror al esfuerzo, y recarga pesadamente los movimientos del vivir cristiano. Es una languidez y entorpecimiento, que no es aún la muerte, pero que a la muerte lleva insensiblemente robándonos poco a poco las fuerzas morales. Podríamos compararla con un cáncer que va consumiendo poco alguno de nuestros órganos vitales. La tibieza en sí misma no es pecado mortal ni venial, sino un estado de desgano consentido. Sin embargo, después del pecado es lo que más se opone a la santidad.
Causas
Dos causas principales contribuyen a su desarrollo: una alimentación espiritual deficiente, y la invasión de algún germen dañino.
Alimentación espiritual deficiente: Para vivir y crecer en la vida, nuestra alma necesita de una buena alimentación espiritual; pero el pasto del alma son los diversos ejercicios espirituales, como meditaciones, lecturas, oraciones, exámenes, el cumplimiento de las obligaciones del propio estado, el ejercicio de las virtudes que la ponen en comunicación con Dios, la fuente del vivir sobrenatural. Si, pues, hacemos con negligencia esos ejercicios, si nos dejamos llevar voluntariamente de las distracciones, si no luchamos contra la rutina y la flojera, nos privaremos de muchas gracias, nos alimentaremos poco, se apoderará de nosotros la debilidad, no tendremos fuerzas para el ejercicio de las virtudes cristianas por muy poco de practicar que estas fueran. Y entonces, al ver el poco provecho que sacamos de tales ejercicios, empezamos por acortarlos para acabar suprimiéndolos. Ya no ponemos esfuerzo de nuestra parte para alcanzar las virtudes, y muy pronto recrudecen los vicios y las malas inclinaciones. Ante los valores espirituales, sobre todo ante un valor fundamental como la oración, se pierde el interés. Se convierte en algo aburrido, pesado, en una pérdida de tiempo. Se la pospone para dar prioridad a otras actividades presentadas como más atractivas.
Invasión de algún germen: El resultado de semejante apatía espiritual es el progresivo debilitamiento del alma, una especie de anemia espiritual, que prepara el organismo para la invasión de un germen morboso, o sea, de alguna de las tres concupiscencias, o, a veces, de las tres juntas.
Mal guardadas las puertas del alma, los sentidos exteriores e interiores dejan fácil paso a las sugestiones malsanas de la curiosidad y de la sensualidad, y se alzan con frecuencia tentaciones, que se rechazan sólo a medias. Luego hacen presa en el corazón algunas aficiones que ponen un tanto de turbación; se pasa a cometer imprudencias; se juega con el peligro; se van amontonando los pecados veniales de los cuales apenas nos dolemos; nos dejamos llevar cuesta abajo, hasta llegar al borde del abismo y por muy dichosos hemos de tenernos s nos damos cuenta de ello.
Además, la soberbia, jamás del todo dominada, vuelve al ataque: se complace el alma en sí misma, en sus buenas cualidades, en sus triunfos externos. Para ensalzarse aún más se compara con otros más relajados aún, y menosprecia, como a gentes de corto entendimiento a los que se esfuerzan por ser fieles a Dios. La soberbia trae consigo la envidia, los celos, movimientos de impaciencia y de ira, y aspereza en el trato con el prójimo.
La codicia se reaviva: se necesita dinero para gozar un poco más y para lucir. Para ganar dinero en mayor cantidad se acude a procedimientos poco delicados, poco honrados, que rayan en la injusticia.
De ahí nacen muchos pecados veniales deliberados, de los que nos dolemos poco, porque lentamente se van extinguiendo la luz del juicio y la delicadeza de la conciencia; se vive realmente en habitual disipación y se hace muy a la ligera el examen de conciencia al momento de la confesión. Con eso va perdiéndose el horror al pecado mortal, van siendo más raras las gracias divinas y el alma se aprovecha menos de ellas; se debilita, en definitiva, todo el organismo espiritual, y la consiguiente anemia prepara para vergonzosas caídas.
En el fondo, la tibieza se produce por la falta de constancia en el amor. Muchos autores han comparado la vida espiritual a un río con mucha corriente de agua. Si la persona desea cruzarlo, deberá nadar constantemente, aunque ello le implique esfuerzo y sacrificio. Si se deja de nadar, aunque sea un momento, habrá un retroceso; la corriente lo llevará hacia atrás, quién sabe hasta dónde. Así sucede en la vida espiritual; por la falta de constancia en el amor, en la lucha, en la oración, en el apostolado, se cae fácilmente en la tibieza espiritual.
Grados
Incipiente: se conserva el horror al pecado mortal pero se cae en el pecado venial deliberado (voluntario). Se incrementa el defecto dominante y se hacen las prácticas espirituales por rutina.
Consumada: se pierde el horror al pecado mortal; crece el amor del deleite de tal manera que nos duele que algunos deleites están prohibidos bajo pena de pecado mortal. Se rechazan blandamente las tentaciones y llega un punto en que el alma se pregunta, no sin razón, si no habrá perdido el estado de gracia.
Daños de la tibieza
El principal daño es el debilitamiento progresivo de las fuerzas del alma: esto es peligrosísimo porque se da casi sin sentir; nadie cae en tibieza espiritual de un momento a otro; es un proceso en el que el deseo de santidad se va extinguiendo, el amor por la oración disminuye, el ardor apostólico se apaga.
Ceguera de conciencia: del continuo querer excusar y tapar las propias faltas, se llega a juzgar falsamente, y a considerar, como leves, faltas de suyo graves. Se forma así una conciencia laxa, relajada, que no considera la gravedad de las imprudencias o de los pecados que se cometen, que ya no reacciona para detestarlos, y que cae culpablemente en errores.
Debilitamiento progresivo de la voluntad: he aquí uno de los principales daños de la tibieza. Una vez se detecta se hacen esfuerzos vanos e inútiles por salir de ella, pues no se emprende con verdadera decisión un camino hacia la recuperación del fuego del amor.
Búsqueda de satisfacciones inferiores: Cuanto acostumbraba a hacer como buen cristiano, le aburre, le cansa. Siente un gran disgusto al hacer las cosas que anteriormente le llenaban de satisfacción: la oración, el apostolado, las buenas obras, el cumplimiento de los deberes del propio estado; de repente le empiezan a llamar mucho más la atención las amistades frívolas, la diversión, la televisión, la práctica exagerada de un determinado deporte.... Empieza a claudicar y cambia sus valores por otros menos valiosos.
De pequeñas caídas se preparan las grandes: por las muchas concesiones hechas a la sensualidad y a la soberbia en mil cosas pequeñas, se cae en cosas de mayor importancia. Porque así pasa en la vida espiritual. La Escritura nos dice que, quien no cuida de las cosas pequeñas, cae en las grandes, y quien es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho, y quien falta a la justicia en las cosas pequeñas, faltará también en las grandes (cf. Lc 16,10); todo lo cual quiere decir que el cuidado o el descuido en ciertas obras redunda en otras semejantes. El alma tibia acepta el pecado venial con toda tranquilidad; conoce su maldad, pero como no llega a ser pecado mortal, vive con una paz aparente, considerándose buen cristiana, buena religiosa, sin darse cuenta de la peligrosidad de tal conducta: el pecado venial deliberado puede ser para él, el detonante de pecados mortales graves. De ahí (de la tibieza) nacen muchos pecados veniales deliberados, de los que apenas nos dolemos, porque poco a poco se van extinguiendo la luz del juicio y la delicadeza de la conciencia; se vive realmente en habitual disipación y se hacen muy a la ligera los exámenes de conciencia. Con eso va amortiguándose el horror al pecado mortal, van siendo más raras las gracias divinas, y se aprovecha menos de ellas el alma.
Se siente fastidio al esfuerzo: debilitada la fuerza de la voluntad, el alma se deja llevar por los apetitos de la naturaleza desordenada, del no hacer caso de nada, del amor a los placeres deshonestos. Y esta pendiente es tan peligrosa que, si no se hace nada por volverla a subir, acaba en pecados graves. Se pierde el espíritu de sacrificio. Cuanto implique sacrificio, renuncia, esfuerzo, lucha, queda descartado.
Se resiste a la voz de Dios y se cede a la de la propia debilidad: Obrando en tibieza, se abusa de las gracias, se resiste a las inspiraciones del Espíritu Santo; y con esto se escucha más fácilmente la voz de la sensualidad, se cede a las malas inclinaciones y se cae en el pecado mortal.
Se cae en una visión práctica, utilitaria y activista de la vida: Se pierde el sentido de la generosidad y se afronta la vida con una visión utilitaria y práctica: sólo vale lo que reporta ganancia, comodidad, placer o satisfacción. A veces el activismo puede aparecer como un síntoma de tibieza espiritual; un activismo motivado mucho más por la vanidad, por el deseo de sobresalir, que por una verdadera pureza de intención. La persona actúa por respeto humano, por el qué dirán. El respeto humano es una guillotina de santos... este respeto humano nos hace obrar por un “qué dirán”, por una complacencia pasajera, arrebatando la verdadera santidad, que consiste en el amor auténtico a Jesucristo. El respeto humano es además un asesino de la virtud. Cuántas obras buenas, cuántos ejemplos de virtud, cuántas acciones apostólicas se han dejado de hacer en el mundo por el maldito respeto humano. Este vicio roba la virtud, la traiciona, la asesina; si no se le combate con energía y valor conduce infaliblemente a la cobardía en la virtud.
Remedios contra la tibieza
Si hemos caído en la tibieza no hemos de desesperar. Jesús está siempre listo a volvernos a su amistad y a su intimidad, si nos convertimos a Él. La tibieza no tiene otra solución que Dios mismo. Es decir, sólo la gracia de Dios nos hará salir de ella. Sin embargo, hay que emprender el camino auténtico, ahora doblemente difícil, pues la conciencia no ha sido lacerada en vano: el camino de la conversión, de la superación, de la perfección. Habrá que desandar por donde se fue entibiando: es el camino de las cosas pequeñas, sin esperar los grandes consuelos espirituales. He aquí algunos remedios para salir del terrible estado de tibieza espiritual:
Acudir con frecuencia a un sabio confesor: Hay que abrirle el alma y pedirle que sacuda nuestra pereza; recibir y seguir sus consejos con entusiasmo y constancia. Si el confesor ve al dirigido camino de la tibieza, deberá esforzarse por lograr del alma una oración pidiéndole a Dios salir de ella.
Práctica fervorosa de los ejercicios de piedad: es la búsqueda del “primer amor” (Ap 2,4). Hay que volver a los ejercicios de piedad, hechos por amor, en especial a aquellos que veníamos haciendo antes de caer en la tibieza. Pero deben practicarse de manera “fervorosa”; el fervor no necesariamente es sensible, sino que surge de la generosidad de la voluntad que cuida de no negar a Dios cosa alguna.
Realizar con fidelidad las obligaciones del propio estado: esto implica un gran esfuerzo de la voluntad y nos lleva a volver a encender el fervor, a reparar nuestras faltas pasadas y a adquirir de nuevo el espíritu de la penitencia.
Avivar una profunda devoción hacia la Madre de Dios: Nuestra Señora se encargará, amorosamente, de “sacudir” al alma que se encuentra en el letargo de la tibieza. Por esta razón es muy provechoso que el tibio suplique a la Madre de Dios que le alcance la gracia de salir de ese estado.
Algunas consideraciones finales
Diferencia entre Tibieza y Sequedad espiritual: Este estado es muy distinto de la sequedad o de las pruebas divinas; en estas, en vez de dejarnos llevar de las distracciones, nos duele el tenerlas, y nos avergonzamos de ellas, y trabajamos seriamente para librarnos; en el estado de tibieza, por el contrario, damos fácil entrada a mil pensamientos inútiles, nos complacemos en ellos, y apenas hacemos algo para sacarlos, y no tardan las distracciones en ocupar casi por entero el tiempo de nuestra oración. La tibieza es una aridez culpable, como quien estando en un cuarto donde hace mucho frío y teniendo un fuego en la chimenea, no se acerca a él. Siente el frío, pero no tiene el ánimo ni el coraje para acercarse al calentador.
Normalmente el tibio se “auto justifica”: “No mato, no robo, no hago nada malo; me comporto mejor que mucha gente, no dejo de ir a Misa los domingos”. Bien, pero ¿y lo bueno que se deja de hacer? ¿Los pecados de omisión? La tibieza se convierte en un proceso en donde la conciencia se va apagando poco a poco hasta llegar al punto donde ya no reclama, donde todo lo justifica, donde ya sólo se ve la propia conveniencia. Así, el tibio sólo se compara con los que considera peores que él; deja de mirar arriba, deja de tomar a los santos como modelo, se ampara en otra gran cantidad de tibios que considera buena gente, pero que no son santos.
PRÁCTICA
Leer una corta biografía de un santo. Compartirla en la siguiente reunión de preparación.
[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo II. 1ra Ed. Quito: Jesús de la Misericordia. Pp. 809-815.