Es una realidad que todos sufrimos. Más aún, es un misterio el hecho de que todos suframos. Existe una multitud de teorías sobre el sufrimiento que tratan de explicar este misterio desde los más diversos ángulos, en muchas ocasiones prometiendo que de aceptar tal o cual teoría quedaremos, al instante inmunes al padecimiento y libres de sufrimientos: “el sufrimiento no es real, sino una obra de tu mente.
Si sufres es que estás dormido porque, en sí, el sufrimiento no existe, es un producto de tu sueño”. Esta tremenda mentira que forma parte de una peligrosa corriente de pseudo-espiritualidad oriental, intenta dar respuesta al sufrimiento, negándolo, invitando a las personas a huir de él, a no pensar en él, a evitar que las cosas nos afecten. ¿Alguien podría decirle la anterior frase a una mamá que acaba de perder a su hijo? ¿Alguien se atrevería a decirle: “señora, ese sufrimiento no es real, es sólo una obra de su mente”? Esa teoría es tan contraria a la realidad que experimentamos a diario, que cae por su propio peso.
Otros se aproximan a la realidad del sufrimiento desde la perspectiva de lo que llaman una “estricta justicia” que exigiría que sólo los malos deberían sufrir... y, en este orden de ideas, se preguntan ante un acontecimiento doloroso: «¿por qué a nosotros que somos “tan buenos”?» Claro, parece lógico: los malos hacen cosas malas y lo deben pagar... los buenos hacemos cosas buenas y se nos debe premiar. Esto en el fondo es cierto, pero... ¿quiénes son los malos y quiénes los buenos? ¿Por qué estar tan seguro de que se está al lado de los buenos? Desde esta pregunta se ve que la respuesta no se encontrará por ese camino. El hecho de señalar a los demás como malos y a nosotros como buenos nos sitúa en un plano del todo subjetivo donde uno mismo establece la medida de la maldad de los demás a la vez que hace gala de la propia bondad. Seguramente comparándonos con los santos quedaríamos del lado de los malos, de los que, según esta lógica, deberían sufrir.
La revelación cristiana tiene la respuesta más realista y esperanzadora a la pregunta sobre el sufrimiento. Cierto es que en el tema siempre persistirá la sombra del misterio, pero iluminado a la luz de Cristo recibe la suficiente claridad como para poderle dar un sentido.
¿Por qué existe el sufrimiento?
Lo primero que debemos saber es que el sufrimiento no hacía parte del plan de Dios. Dios llama a nuestros primeros padres a un estado de felicidad pleno en el cumplimiento de su voluntad. Como Padre amorosísimo quería y quiere lo mejor para sus hijos. Sin embargo, como consecuencia de la caída de Adán y Eva entra la muerte, “salario del pecado” (Rom 6,23), y con la muerte toda clase de sufrimientos físicos y morales. A partir de ese momento la mujer da a luz a sus “hijos con dolor” (Gén 3,16), el hombre sufre al trabajar la tierra que ahora produce “espinas y abrojos” (Gén 3,17), se introduce la envidia fratricida que hace que un hermano levante la mano contra otro (cf. Gén 4,1-16), el hombre deja de hablar el lenguaje del amor confundiéndose en la lengua del egoísmo (cf. Gén 11,1-9), y, en fin, la historia humana queda marcada por el sello del sufrimiento. Tales son las terribles consecuencias de la desobediencia al plan de Dios. Pero ¡cuidado!, no se debe entender el sufrimiento como “la venganza” de Dios contra el hombre por haberle desobedecido; ¡no!, es simplemente la consecuencia lógica que tiene que pagar el hombre por alejarse de la casa del Padre (cf. Lc 15, 11-32). Si una persona se muere de frío por alejarse de la hoguera ¡no se puede acusar al fuego de no haberle calentado! Así, el hombre se alejó de Dios, que es la suma bondad y verdad, y todo lo bueno y verdadero se alejó de él.
«Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con que todos nacemos afectados y que es “muerte del alma”» (Catecismo, 403).
Pero nos surge otra pregunta: si Cristo ya nos redimió muriendo en la cruz y pagó por nuestros pecados, ¿por qué seguimos sufriendo? Porque aunque Cristo nos redimió, seguimos padeciendo las consecuencias del pecado original: «El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.» (Catecismo, 405). Es claro pues que el sufrimiento es consecuencia del pecado original.
Sin embargo, muchos de nuestros sufrimientos son también consecuencia de nuestros pecados actuales, es decir, de aquellos que cometemos abusando de nuestra libertad. Pensemos un instante en la cantidad enorme de sufrimientos que nos evitaríamos si no pecáramos: cuántas enfermedades físicas que son producto de los vicios simplemente no existirían, cuántos sufrimientos se evitarían los esposos si fueran siempre fieles, cuántas quiebras económicas no sucederían si fuésemos más austeros y menos avaros, cuántas peleas y riñas nos ahorraríamos si no fuésemos soberbios, cuánta paz habría en nuestra alma si estuviese siempre en gracia de Dios, etc. Por eso se puede afirmar con toda certeza que una persona que inicia un verdadero proceso de conversión se evita muchísimos sufrimientos de esta índole. Pero este es el misterio de la libertad del hombre: a pesar de que se sabe que se hará daño, prefiere, todavía hoy, tomar el fruto prohibido creyendo más a la serpiente que al mismo Dios.
Aún con la claridad anterior, debemos seguir reconociendo que el tema del sufrimiento sigue rodeado de misterio... siempre queda espacio para la perplejidad. En efecto, vemos personas muy buenas, santas, abnegadas, generosas, que sencillamente no paran de sufrir. ¿Qué decir ante esto? Para arrojar una luz sobre este misterio hay que comprender que todo sufrimiento es producto de un mal: real o aparente, actual, pasado o futuro, etc., y por esto hay que establecer la diferencia entre dos tipos de males que generan dos tipos de sufrimientos distintos: el mal físico y el mal moral.
Dos tipos de males
El mal físico es el que no depende directamente de la voluntad del hombre, sino que se deriva de la propia naturaleza limitada, contingente y finita del hombre y de la creación. Todos lo hemos padecido y lo padeceremos hasta el final de nuestra vida terrena. Las calamidades provocadas por terremotos, inundaciones y otras catástrofes naturales, las epidemias, las enfermedades, así como la muerte, serían ejemplos de este mal que se denomina físico. Esto evidentemente produce sufrimientos físicos.
El mal moral se distingue del físico, sobre todo, por comportar culpabilidad y por depender de la libre voluntad del hombre. Cuando el hombre hace algo moralmente malo, se dice que ha pecado. El mal moral es radicalmente contrario a la voluntad de Dios, su autor es el hombre que ha hecho mal uso de su libertad.
«Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor.[1] Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado de vía” hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección.[2]
Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral.»[3] (Catecismo, 310-311).
Bajo esta consideración podemos decir lo siguiente:
No siempre Dios nos va a librar del mal físico, aunque siempre nos dará fuerza para resistir en esos momentos de dolor y angustia que éste pueda generar. Sin embargo, es siempre legítimo pedir a Dios que nos libre de este mal, siempre y cuando nuestra oración esté sometida a su Divina Voluntad: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Librarnos del mal físico no depende de nosotros. Podemos vivir muy santamente y, no obstante, tener sufrimientos físicos.
Dios siempre nos dará fuerza para resistir al mal moral: “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana; y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la tentación os proporcionará el modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10.13).
Librarnos del mal moral, depende de nosotros. Esta lucha contra el mal moral determinará nuestra vida eterna.
¿Por qué Dios no lo evita?
En primer lugar, Dios permite el mal «respetando la libertad de su criatura» (Catecismo, 311). Es curioso que generalmente nos dirijamos a Dios pidiéndole que nos libre del mal físico que es incomparablemente menor al mal moral. Pedimos a Dios que nos libre de la enfermedad, de la catástrofe, de la muerte de un ser querido, etc. Si Dios evitara todos los males, no solamente tendría que evitar que una persona se enferme, sino que, además, tendría que evitar que fornique, adultere, robe, mienta, se divorcie, etc. coartando con esto la libertad con que dotó al ser humano. Seguro que el que le pide a Dios que evite todas las enfermedades no estaría dispuesto a que Dios le encadene en el momento en que va a pecar: es el precio de la libertad.
Pero además, misteriosamente, Dios sabe sacar del mal un bien mayor:
«“Porque el Dios todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal”[4].
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: “No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...] aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir [...] un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf. Rom 5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.
“En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8,28). El testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138).
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las Horas, III, Oficio de lectura 22 de junio).
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que todas las cosas serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán para bien” (“Thou shalt see thyself that all manner of thing shall be well” (Revelation 13, 32).» (Catecismo, 312-313).
Valor redentor del sufrimiento ofrecido
Todos los elementos vistos nos ayudan a clarificar algunas cuestiones del sufrimiento, sin embargo, la respuesta definitiva al sufrimiento se encuentra en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. A partir de la muerte de Cristo podemos darle un sentido al dolor. La muerte de Jesús en la cruz no es una respuesta al “¿por qué?” sino al “¿para qué?”. Así pues la muerte de Cristo en la cruz no responde al desgarrado grito de dolor de la madre que pierde a su hijo a temprana edad, cuando dice: “¿Por qué?”... es que desde la cruz el Señor no pretendía responder a esa pregunta, sino unirse a ese grito diciendo él también: “¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) y de esta manera solidarizarse con el dolor del ser humano, asumiéndolo y dándole un nuevo sentido.
«La muerte de Jesús en la cruz, nos muestra el amor inefable de Dios y la finalidad redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y acabado al que debemos imitar en todas nuestras tribulaciones. El Hijo de Dios, que a precio de la pasión más cruel y de la muerte más atroz nos redime del pecado, nos llama a una vida nueva y nos abre las puertas del cielo, nos enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de elevación moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad. Cristo, que elevado sobre la tierra en la cruz atrae a sí a toda la humanidad (Jn 12,32) y le conquista para siempre el corazón, nos hace comprender todo el profundo significado de las palabras evangélicas que proclaman bienaventurados a los que lloran y son perseguidos (cf. Mt 5,5.10).»[5]
Gracias a la muerte de Jesús en la cruz tenemos el modelo que nos enseña a sufrir con paciencia. Pero hay todavía un sentido mayor del dolor, pues en Cristo el sufrimiento ofrecido al Padre tiene valor redentor. Así pues, «Cristo no responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación es una llamada: Sígueme, ven, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. Por eso, ante el enigma del dolor, los cristianos podemos decir un decidido ‘hágase, Señor, tu Voluntad’ y repetir con Jesús: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero sino como quieres tú (Mt 26,39).»[6]
En este sentido, cuando se ofrece cualquier sufrimiento a Dios, uniéndolo a la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, este sufrimiento adquiere un valor redentor. Es como si el Padre Celestial viera a su Hijo Jesús sufriendo en nosotros; de esta manera podemos decir con san Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta a la tribulación de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Quien sufre unido a Cristo se configura con Cristo y de esta forma puede, misteriosamente, cooperar en la salvación de las almas.
Bienes del sufrimiento
Nos ayuda a reparar: nuestros propios pecados y los de nuestros seres queridos, purificando aquí lo que de otra manera tendríamos que purificar con mayor dolor en el purgatorio.
Nos ayuda a acercarnos a Dios: es experiencia común de muchas personas que fue precisamente un gran dolor en la vida el que les llevó a buscar a Dios e iniciar un proceso serio de conversión. El dolor nos hace experimentar la necesidad que tenemos del Señor.
Nos desprende de las cosas de la tierra: nos hace experimentar con mucha fuerza que la tierra es un destierro y anhelar el cielo, nuestra patria definitiva.
Nos enseña la humildad: doblega nuestro orgullo que nos hacía creer que teníamos todo bajo control. Nos hace levantar nuestros ojos a Dios, suplicando su ayuda.
Nos enseña la misericordia de Dios: que siempre viene en ayuda del que le invoca: “un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 51,19).
Nos enseña a ejercer misericordia: en muchas ocasiones sólo el que padece, compadece. Así, el que ha experimentado qué es sufrir no dejará de aliviar el dolor de los demás en la medida de sus posibilidades.
Fortalece nuestra Voluntad: el sufrimiento ha sido el maestro de innumerable cantidad de grandes hombres que forjaron, precisamente a través de él, una voluntad firme, inquebrantable, que no se deja vencer por las adversidades, sino que las enfrenta con valentía.
Purifica y prueba el verdadero amor: muchos siguieron al Señor mientras hacía milagros y predicaba, pero pocos permanecieron con él al pié de la Cruz. Es la hora de la prueba la que manifiesta y purifica el amor a Dios y a nuestro prójimo, haciéndolo superar la fase meramente sentimental.
Nos asemeja a Jesús y a María: nos configura con Cristo y su Madre de una manera perfectísima, y la santidad no consiste en otra cosa que en esa configuración con Cristo.
Estas, sin ser exhaustivas, son las razones por las que la mortificación cristiana tiene tanto valor ante los ojos de Dios y logra tanto crecimiento en la vida espiritual.
El dolor será vencido definitivamente
Concluyamos esta lección con unas bellas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que nos llenan de esperanza y fortaleza: «Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Gén 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.» (Catecismo, 314).
PRÁCTICA
Realizar una oración ante el Santísimo Sacramento o ante un crucifijo. En esta oración se escribirá toda la vida agradeciendo al Señor por los momentos bellos y pidiéndole que sane los momentos difíciles, a la vez que se ofrecerán esos sufrimientos que se vivieron por la propia conversión.
[1] cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., 1, q. 25, a. 6.
[2] cf. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 3, 71.
[3] cf. San Agustín, De libero arbitrio, 1, 1, 1: PL 32, 1221-1223; Santo Tomás de Aquino, S. Th. 1-2, Q. 79, a. 1
[4] San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3
[5] ROYO, Antonio. Dios y su obra. 1ra Ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 1963. P. 613.
[6] Juan Pablo II, Mensaje a los enfermos, México, 24 de enero de 1999.