A todos nos han ofendido... todos hemos llegado a sentir ese dolor que produce la ofensa del otro y en muchas ocasiones esto ha generado rencores en nuestro corazón.
Aunque es natural sentir ese dolor ante el sufrimiento que se nos causan, las razones por las que una persona puede sembrar el terrible mal del odio en su corazón son múltiples:
Las altas expectativas que tenemos de las demás personas.
El orgullo que nos ciega y no tolera que se nos trate así.Existen personas con temperamentos excesivamente impresionables que hacen que actitudes de otros que para algunos apenas generarían un pequeño disgusto, para éstos siembra un odio profundo
Simpatías y antipatías humanas, que generan una inexplicable aversión hacia ciertas personas; aversión que de no ser rechazada puede terminar sembrando un resentimiento del todo irracional.
Para aproximarnos adecuadamente al tema del perdón, es importante saber que el odio se inspira en una “justicia” mal entendida: “la justicia de la crueldad”, que expresa: “el que me la hace, la paga”, pensando que la única manera de responder a una agresión es con otra agresión; así se hace, de nuevo, actual la “ley del talión”: “ojo por ojo, diente por diente”. Los cristianos fuimos llamados por Nuestro Señor a superar esta ley, a detener la cadena del odio, de la venganza, de la crueldad: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra.” (Mt 5,38). ¿Significa esto que debemos estar de acuerdo con las injusticias? No, más bien significa que ni la peor injusticia puede dañar nuestro corazón, y que más grande que “la justicia” hacia nosotros debe ser nuestro amor hacia quien nos ofende. Es cierto que esto es más fácil decirlo que vivirlo, por eso para perdonar se requiere de la gracia de Dios, que no la negará a quien la pida humildemente y con perseverancia.
El odio es algo terrible. Quien odia pierde la gracia de Dios haciéndose semejante a satanás, padre del odio. Es como quien se toma un veneno esperando que se muera la persona a la que odia... ¡es el que odia el que se envenena! El que odia es semejante a una persona que toma un carbón encendido en la mano, esperando que se queme el otro. El rencor es propio de almas pequeñas, limitadas, de corazones estrechos y mezquinos; personas que no han conocido el verdadero amor. Lo curioso es que quien odia sigue dando poder al otro para hacerle daño. En definitiva, quien no perdona se tortura a sí mismo.
El perdón, en cambio, es sanador. Perdonar es tomar la decisión de desprendernos del pasado para sanar el presente. El per-dón es un “perfecto don”, un “súper don”, pues un don es tanto más perfecto cuanto menos lo merezca quien lo recibe. Si una persona trabaja todo un mes y a cambio de este trabajo recibe una remuneración, decimos que esta persona recibió lo que merecía. Aquí no hay ningún don, ningún regalo, sólo recibe el producto de su esfuerzo. Pero si tenemos a otro que no trabaja en todo el mes y, no obstante, también recibe la remuneración, entonces aquí tenemos un don, un regalo que se da a quien no lo merece, algo que no nace de la “justicia” -que en este caso exigiría no dar nada a quien nada ha hecho- sino de la grandeza del corazón de quien da. Pero supongamos que esta persona no sólo no ha trabajado en todo el mes sino que se ha empecinado en hacerle absolutamente difícil el trabajo al prójimo y, sin embargo, este le sigue recompensando... bajo el criterio del mundo aquí tenemos a un tonto, bajo el criterio del evangelio aquí tenemos un corazón semejante al de Jesús que no se cansó de darnos aunque le rechazamos, un corazón que ama verdaderamente. Así es el perdón, requiere grandeza de corazón, requiere la lógica del amor, de la generosidad, de la magnanimidad: es el perfume que exhala la flor después de ser pisoteada.
Visto así, pareciera que el perdón sólo trajera beneficio a la persona que lo recibe, lo cual no es cierto. Siendo honestos, el perdón beneficia más a quien lo da que a quien lo recibe. Quienes han tenido o tienen algún odio o resentimiento en su corazón, saben lo terrible que es llevar esa carga. Puede estar viviendo el día más feliz de su vida, y de repente ve a esa persona contra la que tiene resentimiento, y todo el día se echa a perder. Cuando una persona perdona, suelta esa carga y experimenta libertad, paz, tranquilidad. ¿Qué pierde una persona cuando perdona de corazón? ¡Nada! Al contrario lo gana todo. En realidad el perdón es un requisito indispensable para ser feliz. En este sentido, el perdón es dos veces bendito: bendice a quien lo da y a quien lo recibe. Las personas que aprenden a perdonar viven más tranquilas, asumen con más valentía el dolor, se deprimen menos, sufren menos ansiedad, menos estrés, son más optimistas, aumentan su seguridad y aprenden a quererse más.
Lo repetimos: la gracia de perdonar procede de Dios. Y estamos seguros que el Señor no niega a nadie el don de perdonar pues él mismo pidió innumerable cantidad de veces que perdonemos.
La vida del Señor Jesús se desarrolló en torno al perdón; su ministerio fue fundamentalmente de reconciliación. Vino para que recibiéramos el perdón de Dios (Ef 2,14.18); perdonó a la mujer adúltera (Jn 8, 1-11) y a los que le crucificaron (Lc 23,34).
Pero no sólo con su ejemplo nos enseñó a perdonar; además pidió una gran cantidad de veces que lo hiciéramos:
En la oración del Padre Nuestro, nos enseñó a decirle al Padre: “perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a todo el que nos debe.” (Lc 11,4). Es tan importante esta frase en esta oración, que una vez la termina de recitar el Señor, vuelve sobre el tema del perdón diciendo: “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14-15).
En otra ocasión san Pedro le pregunta al Señor por el número de veces que debemos perdonar: “¿hasta siete veces?” a lo que Jesús responde: “no te digo hasta siete veces sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 22). Si consideramos que el número siete es símbolo de perfección en las Sagradas Escrituras, lo que san Pedro le estaba preguntando al Señor era si debíamos perdonar totalmente, con perfección, es decir, “siempre” y todas las cosas, a los que nos han hecho daño; no obstante, el Señor considera que aún decir “siempre” es poco y multiplica por setenta ese siete, como respondiendo a Pedro: “el perdón debe darse más allá de lo que tú consideras perfecto”. Esta respuesta confirma la importancia capital que Nuestro Señor da al perdón.
Inmediatamente después de lo anterior, el Señor narra la parábola del siervo sin entrañas (Mt 18,23-35). En resumen, un rey perdona a un criado una deuda de diez mil talentos[1]; este criado se encuentra con alguien que le debe cien denarios[2] y no lo perdona. El rey se entera, se enfada y envía a este siervo inicuo a la cárcel. El Señor concluye diciendo “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18,35). La enseñanza es clara; es un eco de la petición del Padre Nuestro. El Señor nos ha perdonado la deuda infinita del pecado, ¿quiénes somos nosotros para no perdonar a los que nos han ofendido si su falta es infinitamente inferior a la que cometemos nosotros contra Dios?
¿Por qué tanta insistencia en el tema del Perdón? Lo repetimos: porque es indispensable para ser feliz. Quien no perdona no ama lo suficiente a Dios porque no le obedece, no se ama suficientemente a sí mismo porque se amarga la vida, además de correr el riesgo de ir a aquella cárcel de que habla el Señor (cf. Mt 18,34), y no ama suficientemente al prójimo porque en la inmensa mayoría de ocasiones es hacia él hacia quien va dirigido el rencor... sin amor ¿quién puede ser feliz?
Niveles del Perdón
Existen tres niveles diversos de perdón:
Sanar el sentimiento de rencor que se pueda tener hacia Dios
Es evidente que Dios no nos ha hecho nada malo pues de Él sólo procede bondad y amor para sus criaturas: “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces pues, si algo odiases, no lo hubieras creado.” (Sab 11,24-26). Sin embargo, en muchas ocasiones se ha sembrado en algunos un sentimiento de rencor contra Dios, haciéndole culpable de los acontecimientos dolorosos de la vida. Frases como: “¿por qué Dios permitió que sucediera esto? ¿Por qué aquel accidente, aquella enfermedad? ¿Por qué a nosotros si somos tan buenos?”
Dios no se enoja con esos porqués siempre y cuando el corazón que los grite esté dispuesto a escuchar la respuesta de Dios, que en muchas ocasiones, sólo es clara con el tiempo. La misma María Santísima dijo a su hijo, cuando éste fue hallado en el Templo: “Hijo ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); el mismo Señor Jesús, se solidariza con el dolor del hombre gritando en la cruz: “¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46).
Es claro que lo primero que hay que sanar es esa falsa imagen de Dios que nos hace pensar que Él desea esos acontecimientos dolorosos de nuestra vida. Debemos tener claro que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8,28). Esta intervención de Dios no significa que Él desee nuestros sufrimientos, pero en el misterio de la libertad humana, los permite. Los sufrimientos que nos afligen son causados, la inmensa mayoría de veces, por el pecado; otros, son sufrimientos que no dependen de nuestra libre responsabilidad y debemos tener una visión de fe para creer que éstos, de una manera misteriosa, se dan para nuestro bien, aunque ahora no lo comprendamos. Para entender esto se requiere una fuerte dosis de humildad y de fe.
Perdonar al prójimo
Ya hemos dicho que debemos perdonar, para que Dios nos perdone. Pero esto no siempre es fácil y requerimos de su gracia. Sin embargo, hay algunas consideraciones que ayudan mucho al momento de perdonar a alguien que nos ha hecho daño:
Excusar las faltas del otro: no es justificar el daño que nos ha hecho nuestro prójimo aprobándolo como algo bueno, sino tratar de considerar al ofensor más como un enfermo que como alguien malvado. Así tendremos más misericordia con él y apreciaremos justamente que la actitud del otro muchas veces está condicionada por cientos de circunstancias que desconocemos y que tal vez, en su caso, hubiéramos actuado igual o peor. Por ejemplo, ¿qué se puede esperar de una persona que tuvo una figura paterna cruel y dominante? en muchas ocasiones, la misma actitud... si nosotros hubiésemos tenido esa figura paterna ¿seríamos diferentes?
Somos víctimas de víctimas: siguiendo la lógica anterior, debemos tener conciencia de que esas personas de las que somos víctimas, son, a su vez, víctimas de otros. ¡Hay que cortar la cadena!
Orar por los que nos han hecho daño: uno de los mejores caminos para la sanación es orar por esas personas que nos han hecho daño. En la autobiografía de santa Laura Montoya, se relata un pasaje estremecedor. Huérfana de padre desde muy pequeña, su madre le enseñó el valor de la oración y el perdón. Notaba que desde pequeña, en todas las oraciones pedían con mucho fervor por una persona en especial:
“Cuando ya grandecita le pregunté (a mi madre) dónde vivía Clímaco Uribe, ese señor que amábamos y que yo creía miembro de la familia, por quien rezábamos cada día, me contestó: ‘Ese fue el que mató a su padre; debemos amarlo porque es preciso amar a los enemigos porque ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir’. Con tales lecciones era imposible que, corriendo el tiempo, no amara yo a los que me han hecho mal”[3].
Revivir el momento, pero con Jesús: Los acontecimientos dolorosos son inevitables, pero llenarse de rencor sí se puede evitar. El problema no fue el acto concreto que otro hizo y nos causó dolor, sino la manera en que lo asumimos, sin Cristo, con soberbia, y así se introdujo la semilla del odio en el corazón. Para perdonar al otro, debemos vivir todos estos momentos con Cristo, desde la cruz, y como auténticos discípulos de Jesús gritar con san Esteban: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7,60). Así pues, perdonar no es estrictamente olvidar, sino recordar sin dolor.
El santo no odia, ofrece: El incremento en la vida espiritual, nos debe llevar, a asumir todos los dolores uniéndolos a Cristo en la cruz. De esta forma, el dolor en vez de sembrar odio, fortalece la voluntad, nos une más a Dios, y logra la conversión de aquellos mismos que nos ultrajan, tal como la muerte de san Esteban cooperó en la conversión del joven Saulo que después se convirtió en san Pablo.
Perdonar y reconciliarse: Es cierto que perdón y reconciliación no son lo mismo. En algunas ocasiones se puede perdonar a una persona de corazón, es decir, dejar de sentir el resentimiento en el corazón hacia esa persona y no poder reconciliarse con ella. Así por ejemplo, una mujer puede perdonar de todo corazón a su esposo borracho que le golpeaba y ultrajaba, y esto no significa que deba volver a exponerse a estos golpes y ultrajes. No obstante, siempre que se pueda dar, hay que tratar de que junto con el perdón se dé también la reconciliación y se restablezcan así las relaciones rotas.
Perdonarse a sí mismo
Si Dios nos perdona, ¿quiénes somos nosotros para no perdonarnos? Hay una innumerable cantidad de cosas que han hecho que tengamos rencor hacia nosotros mismos.
En el aspecto moral, psicológico y espiritual
Los pecados y errores cometidos: de los pecados hay que pedir perdón a Dios y olvidarlos. Cuando el Señor perdona, los borra, los quita, los elimina, ya no existen más que en el recuerdo de quien quiere seguirlos recordando. La contrición de corazón no tiene como intención llenarnos de rabia contra nosotros, sino de amor hacia Dios que nos sigue perdonando, aunque seamos débiles. Del pasado oscuro hay que aprender para no repetirlo, para ser más humildes, para confiar más en la misericordia de Dios y para ser misericordiosos... pero nunca para odiarnos por eso.
El propio carácter: es cierto que siempre hay muchas cosas que mejorar en nuestro carácter, pero esto generalmente es un proceso. Hay que hacer un esfuerzo férreo, constante y valiente para cambiar. Mientras lo logramos, debemos crecer en humildad ante nuestras limitaciones, pero jamás odiarnos por esto.
La respuesta a los llamados de Dios: muchas personas no se han podido perdonar el hecho de no haber respondido a Dios con la generosidad que Él exigía. Cierto es que “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14), sin embargo, siempre estamos a tiempo para decirle a Dios: “hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38), pues el Señor sabrá conducirnos aún después de nuestros equívocos. Entonces no es resentimiento contra nosotros mismos sino disposición y apertura a escuchar la voz de Dios en las circunstancias actuales.
En el aspecto físico y humano
En ocasiones no nos aceptamos tal como somos en nuestro aspecto físico y esto nos trae rencor contra nosotros mismos, desprecio y vergüenza de lo que somos. Quien se burla de alguien por sus defectos físicos deja al descubierto sus defectos mentales y espirituales. Debemos tener claro que somos creación de Dios y que despreciar nuestra presencia física es, de algún modo, despreciar al que nos creó, decirle que se equivocó, que su obra no es buena. Detrás de una persona que no acepta su aspecto físico, se esconde un carácter débil e inseguro. Más vale cultivar el carácter y la confianza que invertir altas sumas de dinero en conseguir una apariencia física que se acomode a los estándares de un mundo superficial.[4] «La moral exige el respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo. Semejante concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los débiles, puede conducir a la perversión de las relaciones humanas.» (Catecismo, 2289).
Otros factores que pueden generar algún resentimiento contra sí mismo o vergüenza ante los demás son las condiciones sociales, económicas, académicas, etc. Se debe tener claro que la persona vale por sí misma independientemente de las circunstancias que le rodeen, del conocimiento que tenga, de la cantidad de dinero que tenga en el banco... Nuestra dignidad procede del hecho de que somos hijos de Dios y eso no lo puede cambiar nada ni nadie. En esta profunda convicción de la paternidad de Dios se encuentra la sanación a esta falsa concepción de sí mismo, promovida por el utilitarismo y superficialidad de que es presa nuestra sociedad.
¿Cómo perdonar?
Después de todas las consideraciones anteriores, es importante establecer un derrotero para poder liberarnos definitivamente del odio y experimentar la alegría que produce el perdón. Para perdonar se requiere básicamente dos cosas: Una firme decisión de hacerlo y pedir ayuda a Dios.
Decisión de perdonar: el perdón no es un sentimiento sino una decisión. No debemos esperar para “sentir” el deseo de perdonar, hay que tomar la decisión de hacerlo por encima de nuestros sentimientos. En el momento en que se toma la decisión de sacar el resentimiento de nuestro corazón empieza la sanación. Al principio parece que nada sucediera, pero la voluntad unida a la gracia de Dios va logrando sanar ese sentimiento y crea la convicción del perdón. Con esta decisión se le dice al Señor: “¡yo quiero!” y el Señor responde: “¡yo puedo!”
Pedir ayuda a Dios por medio de María: No basta la decisión de perdonar para hacerlo, sino que, fundamentalmente, hay que suplicar a Dios, por medio de su Madre Santísima, el don de perdonar. Quien humildemente y con perseverancia suplica a Dios la gracia de perdonar la recibirá con certeza, se configurará con Cristo y aprenderá a ser realmente feliz.
PRÁCTICA
Realizar la oración del perdón pidiendo a Dios la gracia de sanar todo resentimiento de nuestro corazón. Esta práctica se realizará en comunidad y será dirigida por el preparador.
Oración de Perdón (Ver Aquí)
[1] Representa, en moneda de hoy, unos 400,000 dólares.
[2] Representa, en moneda de hoy, unos 50 centavos de dólar.
[3] MONTOYA, Laura. Autobiografía. 2da. Ed. Cali: Carvajal S.A., 1991. P. 22.
[4] Las cirugías plásticas sólo serían justificables cuando con ellas se intenta subsanar una malformación grave.