“El que ora ciertamente se salva, el que no ora ciertamente se condena” (San Alfonso María de Ligorio). Esta sola frase de San Alfonso María de Ligorio es suficiente para mostrar la importancia capital de la oración: es requisito indispensable para la salvación.
En otras palabras, toda persona que quiera llegar al cielo debe orar y orar bien. Hay cosas opcionales en la vida espiritual; una persona podría tener más afinidad a una espiritualidad que a otra, siempre y cuando éstas sean católicas, podría tener más devoción a un santo que a otro, podría gustar más de una práctica de piedad que de otra. Sin embargo, el hacer oración no es una opción.
Es un llamado universal de Dios: «Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración.» (Catecismo 2567) «Dios llama siempre a los hombres a orar.» (Catecismo 2569).
¿Qué es la oración?
Santa Teresita del niño Jesús decía: “Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como en la alegría.”[1]
Santa Teresa de Ávila: “Es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama.”[2]
San Juan Damasceno: “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes.”[3]
Santo Tomás de Aquino, recoge la definición de san Juan Damasceno y dice: “La oración es la elevación de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes a la eterna salvación”[4]. Recojamos los principales aspectos de esta definición[5]:
“Es la elevación de la mente a Dios”: el que no advierte que ora por estar completamente distraído, en realidad no hace oración.
“Para alabarle”: es una de las finalidades más nobles de la oración. Sería un error pensar que sólo sirve de puro medio para pedir cosas a Dios.
“Pedirle cosas convenientes a la eterna salvación”: no se nos prohíbe pedir cosas temporales; pero no principalmente, ni poniendo en ellas el fin único de la oración, sino únicamente como instrumento para mejor servir a Dios y tender a nuestra finalidad eterna.
Para orar, pues, es indispensable mantener la conciencia de que Dios está siempre con nosotros, pues «la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él.» (Catecismo 2565).
IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN
Jesús oraba
Lo primero que manifiesta la capital importancia de la oración es contemplar a nuestro Señor Jesucristo y su continua vida de oración. En todos los acontecimientos de su vida, Jesús nos mostró la importancia de la oración:
«El Hijo de Dios, hecho Hijo de la Virgen, también aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Él aprende de su madre las fórmulas de oración; de ella, que conservaba todas las “maravillas” del Todopoderoso y las meditaba en su corazón (cf. Lc 1, 49; 2, 19; 2, 51). Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de los doce años: “Yo debía estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2, 49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos.
El Evangelio según San Lucas subraya la acción del Espíritu Santo y el sentido de la oración en el ministerio de Cristo. Jesús ora antes de los momentos decisivos de su misión:
Antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo (cf. Lc 3, 21) y de su Transfiguración (cf. Lc 9, 28).
Antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre (cf. Lc 22, 41-44).
Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus apóstoles:
Antes de elegir y de llamar a los Doce (cf. Lc 6, 12).
Antes de que Pedro lo confiese como “el Cristo de Dios” (Lc 9, 18-20).
Y para que la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación (cf. Lc 22, 32).
La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.
“Estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: ‘Maestro, enséñanos a orar’” (Lc 11, 1). ¿No es acaso, al contemplar a su Maestro en oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar? Entonces, puede aprender del Maestro de oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre.
Jesús se retira con frecuencia a un lugar apartado, en la soledad, en la montaña, con preferencia durante la noche, para orar (cf. Mc 1, 35; 6, 46; Lc 5, 16).» (Catecismo, 2599-2602).
Si nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, oraba tan frecuente e intensamente ¿no necesitaremos nosotros tener una vida de mucha mayor oración?
Es indispensable para la salvación
Como ya lo hemos dicho, la oración es indispensable para la salvación: sin oración no hay salvación. Así dice san Alfonso María de Ligorio:
“El que ora se salva ciertamente, el que no ora, ciertamente se condena. Si dejamos a un lado a los niños, todos los demás bienaventurados se salvaron porque oraron, y los condenados se condenaron porque no oraron. Y ninguna otra cosa les producirá en el infierno más espantosa desesperación que pensar que les hubiera sido cosa muy fácil el salvarse, pues lo hubieran conseguido pidiendo a Dios sus gracias, y que ya serán eternamente desgraciados, porque pasó el tiempo de la oración.”[6]
Frutos de la oración
Cuando la oración se hace bien trae innumerable cantidad de frutos en todo sentido. Aquí presentamos algunos de ellos, seguros de que la persona que ora con frecuencia encontrará que los aquí expuestos son pocos en proporción a los que ellos contemplan en su propia vida.
Nos saca del pecado: es el primer fruto de la oración. Así decía santa Catalina de Siena: “o dejamos la oración o dejamos el pecado”. En este orden de ideas, “la oración restablece al hombre en la semejanza con Dios” (Catecismo, 2572) y transforma el corazón. (cf. Catecismo, 2739).
Acrecienta el Amor: El amor es el termómetro de la oración. La oración verdadera se refleja en un incremento en el amor. La oración nos «hace participar en la potencia del amor de Dios que salva a la multitud» (Catecismo, 2572).
Nos da a conocer la Voluntad de Dios en nuestras vidas y nos da la fuerza para vivirla: Esto se refleja con claridad en la oración del Padre nuestro: “hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10).
Nos da fuerza en la tentación: «velando en la oración es como no se cae en la tentación (cf. Lc 22,40.46).» (Catecismo, 2612).
Acrecienta la confianza: quien ora no se desespera.
Da fortaleza para afrontar las contradicciones de la vida: «A solas con Dios, los profetas extraen luz y fuerza para su misión.» (Catecismo, 2584).
Da alegría espiritual: que es un fruto que el Espíritu Santo da abundantemente a quien ora con constancia.
Es un gran medio para conocernos a nosotros mismos: la oración, cuando se realiza bien, trae consigo permanentes gracias que dan muchas luces para lograr el propio conocimiento.
Expresiones de la oración[7]
La oración es la vida del corazón nuevo. Debe animarnos en todo momento. Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar. Pero no se puede orar «en todo tiempo» si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y en duración.
La tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración.
La oración vocal
La oración vocal, fundada en la unión del cuerpo con el espíritu en la naturaleza humana, asocia el cuerpo a la oración interior del corazón a ejemplo de Cristo que ora a su Padre y enseña el “Padre Nuestro” a sus discípulos.
La oración vocal es un elemento indispensable de la vida cristiana. A los discípulos, atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, éste les enseña una oración vocal: el “Padre Nuestro”. Esta necesidad responde también a una exigencia divina. Dios busca adoradores en espíritu y en verdad, y, por consiguiente, la oración que brota viva desde las profundidades del alma.
Esto es “rezar”, es decir, recitar oraciones bellísimas que grandes hombres de Dios han elaborado. Algunas personas quieren crear una oposición entre rezar y orar, como si lo primero fuera algo mecánico y sin alma y lo segundo fuera auténtico. No obstante, Cristo rezaba los salmos, ¿era mecánico y vacío ese rezar? Lo importante está en que nuestro corazón esté atento y que nos apropiamos de esas palabras que repetimos. Cuando Jesús estaba en el huerto de Getsemaní, después de exhortar a sus discípulos, “oró repitiendo las mismas palabras” (Mc 14,39). Esto significa que cuando se reza, se ora, siempre que se haga de corazón. Los “cuatro vivientes” del apocalipsis, que están ante la presencia de Dios “repiten sin descanso día y noche: Santo, santo, santo...” (Ap 4,8).
La meditación
La meditación es una búsqueda orante, que hace intervenir al pensamiento, la imaginación, la emoción, el deseo. Tiene por objeto la apropiación creyente de la realidad considerada, que es confrontada con la realidad de nuestra vida.
La meditación es, sobre todo, una búsqueda. El espíritu trata de comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide. Habitualmente se hace con la ayuda de algún libro, que a los cristianos no les faltan: las sagradas Escrituras, especialmente el Evangelio, etc. Meditar lo que se lee conduce a apropiárselo confrontándolo consigo mismo. Aquí se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los pensamientos a la realidad. Según sean la humildad y la fe, se descubren los movimientos que agitan el corazón y se les puede discernir.
El santo Rosario es una meditación acompañada de una oración vocal y cuando se hace bien, produce inmensos frutos espirituales.
La oración contemplativa
La oración contemplativa es la expresión sencilla del misterio de la oración. Es una mirada de fe, fijada en Jesús, una escucha de la Palabra de Dios, un silencioso amor. Realiza la unión con la oración de Cristo en la medida en que nos hace participar de su misterio.
La contemplación busca al “amado de mi alma” (Ct 1, 7; cf. Ct 3, 1-4). Esto es, a Jesús y en Él, al Padre. Es buscado porque desearlo es siempre el comienzo del amor, y es buscado en la fe pura, esta fe que nos hace nacer de Él y vivir en Él.
La contemplación es la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del Padre, en unión cada vez más profunda con su Hijo amado.
Así, la oración contemplativa es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza. La oración contemplativa es una relación de alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro ser (cf. Jr 31, 33). Es comunión: en ella, la Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen de Dios, “a su semejanza”.
La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario[8]. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres.
Condiciones para una buena oración
Humilde: Sabiendo quien es Dios y quienes somos nosotros, sabiendo que nosotros somos quienes necesitamos de Él. Como en la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-14), que se refiere a la humildad del corazón que ora. “Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador”. La humildad también somete nuestra oración a la Voluntad de Dios “no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Perseverante: Con constancia, sin desfallecer, asiduamente. Como el amigo inoportuno (Lc 11,5-13) que invita a una oración insistente: “Llamad y se os abrirá”. Al que ora así, el Padre del cielo “le dará todo lo que necesite”, y sobre todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones; y la viuda inoportuna (Lc 18,1-8) que está centrada en una de las cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la fe.
Confiada: “Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido” (Mc 11,24). Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23), con una fe “que no duda” (Mt 21, 22). La oración de fe no consiste solamente en decir “Señor, Señor”, sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7, 21). Jesús así se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf. Mt 8,10) y de la cananea (cf. Mt 15, 28).
Disposiciones para la oración de intimidad[9]
Tiempo
Dos cosas hay que tener muy en cuenta: la necesidad de señalar un tiempo determinado del día y la elección del momento más oportuno.
En cuanto a lo primero, es evidente la conveniencia de señalar un tiempo determinado para dedicar a la oración. Si se altera el horario o se va dejando para más tarde, se corre el peligro de omitirla totalmente al menor pretexto. La eficacia santificadora de la oración depende en gran escala de la constancia y regularidad en su ejercicio. “Pero no todos los tiempos son igualmente favorables para el ejercicio de que hablamos. Los que siguen a la comida, al recreo o al tumulto de las ocupaciones no son aptos para la concentración de espíritu; el recogimiento y la libertad de espíritu son necesarios para la ascensión del alma hacia Dios. Según los maestros de la vida espiritual, los momentos más propios son: por la mañana temprano, por la tarde antes de la cena y a medianoche.
Si no se puede dedicar a la oración más que una sola vez al día, es preferible la mañana. El espíritu, refrescado por el reposo de la noche, posee toda su vivacidad[10]; las distracciones no le han asaltado todavía, y este primer movimiento hacia Dios imprime al alma la dirección que ha de seguir durante el día.” (Ribet).
Los sagrados libros señalan también la mañana y el silencio de la noche como las horas más propias para la oración: “Ya de mañana, Señor, te hago oír mi voz; temprano me pongo ante ti, esperándote” (Sal 5,4); “... y mis plegarias van a ti desde la mañana” (Sal 87,14); “Me levanto a medianoche para darte gracias por tus justos juicios” (Sal 118,62); “... y pasó la noche orando a Dios” (Lc 6,12).
Lugar
Para algunos -religiosos, seminaristas, etcétera- está determinado expresamente por la costumbre de la comunidad cuando la oración se hace en común. Suele ser la capilla o el coro. Y aun en privado conviene hacerla allí por la santidad y recogimiento del lugar y la presencia augusta de Jesús sacramentado. Pero en absoluto se puede hacer en cualquier lugar[11] que invite al recogimiento y concentración del espíritu. La soledad suele ser la mejor compañera de la oración bien hecha. Jesucristo la aconseja expresamente en el Evangelio; y es útil no sólo para evitar la vanidad (Mt 6,6), sino también para asegurar su intensidad y eficacia. En ella es donde Dios suele hablar al corazón (Os 2,14).
“¿Sería bueno hacer la oración ante los espectáculos de la naturaleza: sobre las montañas, a la orilla del mar, en la soledad de los campos? Hay que responder que lo que para unos es conveniente, representa para otros un obstáculo. Las disposiciones particulares y la experiencia deben señalar aquí la regla de conducta”. (Ribet).
Postura
La postura del cuerpo tiene una gran importancia en la oración. Sin duda es el alma quien ora, no el cuerpo; pero, dadas sus íntimas relaciones, la actitud corporal repercute en el alma y establece una especie de armonía y sincronización entre las dos.
En general, conviene una postura humilde y respetuosa. Lo ideal es hacerla de rodillas, pero esta regla no debe llevarse hasta la rigidez o exageración. En la Sagrada Escritura hay ejemplos de oración en todas las posturas imaginables; de pie (Jdt 13,6; Lc 18,13): sentado (1 Rey 7,18); de rodillas (Lc 22,41; Hch 7,60); postrado en tierra (1 Rey 18,42; Jdt 9,1; Mc 14,35), y hasta en el lecho (Sal 6,7).
Evítense, cualquiera que sea la postura adoptada, dos inconvenientes contrarios: la excesiva comodidad y la mortificación excesiva. La primera, porque, como dice Santa Teresa, «regalo y oración no se compadecen” (Camino 4,2); y la segunda, porque una postura excesivamente penosa e incómoda podría ser motivo de distracción y aflojamiento en el fervor, que es lo principal de la oración.
Duración
La duración de la oración mental no puede ser la misma para todas las almas y géneros de vida. El principio general es que debe estar en proporción con las fuerzas, el atractivo y las ocupaciones de cada uno.
Se comprende que, si el tiempo es demasiado corto, apenas se hará otra cosa que despejar la imaginación y preparar el corazón; y cuando se está ya preparado y debiera empezar el ejercicio, se deja. Por esto con razón se aconseja que se tome, para hacer oración, el más largo tiempo posible; y mejor fuera darle una sola vez largo tiempo, que en dos veces poco tiempo cada una.
Sin embargo, los antiguos monjes solían hacer breves pero frecuentes e intensas oraciones, que encajaban muy bien con el habitual recogimiento de la vida monástica.
El Doctor Angélico enseña […] que la oración debe durar todo el tiempo que el alma mantenga el fervor y devoción, debiendo cesar cuando no pueda continuarse sin tedio y continuas distracciones. Pero téngase cuidado con no dar oídos a la tibieza y negligencia, que encontrarían fácil pretexto en esta norma para sacudir el penoso esfuerzo que requiere casi siempre la oración. Es importante, finalmente, advertir que la oración, cualquiera que sea su duración, no puede considerarse como un ejercicio aislado y desconectado del resto de la vida. Su influencia ha de dejarse sentir a todo lo largo del día embalsamando todas las horas y ocupaciones, que han de quedar impregnadas del espíritu de oración. En este sentido -advierte el Angélico en el mismo lugar-, la oración ha de ser continua e ininterrumpida. Mucho ayudará a conseguir esto la práctica asidua y ferviente de las oraciones jaculatorias, que mantendrán a lo largo del día el fuego del corazón. Pero, sea como fuere, hay que conseguirlo a todo trance si queremos llevar una vida de oración que nos conduzca gradualmente hasta la cumbre de la perfección cristiana. Sin vida de oración sería escasísimo el fruto que reportaríamos, de media hora diaria de meditación aislada.
Consejos para realizar una oración de intimidad
Es muy útil, al momento de tener una “oración de intimidad con el Señor” valerse de un método que facilite el desarrollo de la misma. Sin embargo, es importante entender que el método está al servicio de la oración y no la oración al servicio del método. Así pues, si en algún punto de la oración se experimenta una moción que lleve al alma a quedarse allí más tiempo, o quedarse allí definitivamente se debe acoger la moción.
Hay un método que es extremadamente sencillo y sirve tanto para los que están iniciando en su vida de oración como para aquellos que llevan tiempo caminando. Consiste en dedicar cinco minutos de diálogo espontáneo a diferentes tipos de oración, de la siguiente manera:
Después de haberse puesto en clima de oración, se invoca al Espíritu Santo para que nos llene con su presencia; luego se empieza de la siguiente manera:
Acción de gracias: se contempla atentamente todas las bendiciones espirituales y materiales que hemos recibido de Dios y se da gracias por ellas.
Petición de perdón y reparación: se le suplica al Señor que nos perdone por los pecados de acción u omisión que hemos cometido. Además se hacen actos de amor y reparación por ellos.
Alabanza y adoración: se eleva el espíritu a la alabanza y adoración del Señor con salmos, palabras espontáneas, cánticos, etc.
Petición por los demás: Muchas personas nos piden oración. Este es el momento para orar por ellas, ojalá con nombre propio.
Petición por las propias necesidades (espirituales y materiales): En primer lugar se piden con fe las gracias espirituales que más necesitamos para ser santos, pues esto es lo que más nos conviene para nuestra alma. Después se pide por nuestras necesidades materiales sometiéndonos amorosamente a la Voluntad de Dios y sabiendo que sólo se nos concederán si nos convienen para la Salvación Eterna.
Escucha de la Voz de Dios y propósitos: La oración no es un monólogo donde yo hablo y Dios escucha; no, la oración es un diálogo donde ambos hablamos y escuchamos. Por esto, al final de nuestra oración debemos escuchar en silencio la voz de Dios, dejar que esas mociones hablen a nuestra alma, leer en los acontecimientos que hemos vivido recientemente qué nos quiere decir el Señor, pero sobre todo, qué nos quiere decir el Señor con la Palabra de Dios proclamada ese día en la Eucaristía.
Se termina con una oración de Consagración a la Santísima Virgen para que sea Ella la que custodie los frutos espirituales de esta oración de intimidad.
Dificultades en la oración
«La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como la Madre de Dios y los santos con Él nos enseñan que la oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. El “combate espiritual” de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración.» (Catecismo 2725).
Distracciones
Las distracciones en general son pensamientos o imaginaciones extrañas que nos impiden la atención a lo que estamos haciendo. Existen varios remedios:
No impacientarse, y estar decidido a luchar, sabiendo que aún si no logramos estar plenamente libre de ellas, Dios valora enormemente nuestros esfuerzos.
Leer, fijar la vista en el sagrario o en una imagen expresiva, entregarse a una oración afectiva, con frecuentes coloquios, etc.
Buscar lugares adecuados y silenciosos; dedicar un tiempo en que no se esté muy disperso y adoptar una postura adecuada.
Tratar de mantener un espíritu de recogimiento durante todo el día.
Sequedad y aridez
Consiste en cierta impotencia o desgano para producir en la oración actos del entendimiento o del afecto. Como remedios han de considerarse:
Convencerse de que la devoción sensible no esencial al verdadero amor de Dios, basta querer amar a Dios para amarle ya en realidad.
Perseverar, a pesar de todo, en la oración, haciendo todo lo que aún entonces se puede hacer.
Unirse al divino agonizante de Getsemaní, que “puesto en agonía oraba con más insistencia.” (Lc 22,44).
Pedir al Señor y a Nuestra Madre que cese la prueba de la aridez, para que podamos “gozar siempre de sus divinos consuelos”.
Apego a los consuelos
Es un mal que engendra en el alma una especie de “gula espiritual” que la impulsa a buscar los consuelos de Dios en vez de al Dios de los consuelos. Remedios:
Renunciar voluntariamente a estos apegos, expresando frecuentemente a Dios que le amamos a Él mucho más de lo que amamos lo que nos da.
Dar gracias a Dios por los “dulces” que nos da durante la oración, con la conciencia clara de que llegará, inevitablemente, el momento en que no los tengamos.
Aprovechar el tiempo de consuelo para adquirir el hábito de la oración, de tal suerte que cuando no se experimenten, el hábito adquirido nos mantenga firmes en nuestras prácticas.
Desánimo
Es un mal que se apodera de las almas débiles y enfermizas al no comprobar progresos sensibles en su larga vida de oración. No obstante, también se puede desanimar una persona que padezca de un excesivo optimismo creyéndose más adelantado de lo que en realidad está. Remedios:
Tener la certeza de que “todo desánimo proviene del demonio”[12]. Por eso hay que rechazarlo siempre con vehemencia y constancia.
Exhortarse a sí mismo para emprender la vida de oración con un nuevo entusiasmo.
No hacer depender la oración del estado de ánimo, sino, al contrario, saber que el amor nos exige ser fieles a nuestras prácticas de oración.
PRÁCTICA
Hacer 15 minutos de oración personal diaria, durante la semana, siguiendo el método de los seis pasos.
Ver: El Santo Rosario. (Ver Aquí).
[1] Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrit C, 25r: Manuscrists autohiographiques [Paris 1992] p. 389-390.
[2] Vida 8,5. Se refiere propiamente a la oración mental.
[3] San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68 [De fide orthodoxa 3, 24].
[4] Santo Tomás de Aquino, II-II, 83,1 c et ad 2.
[5] ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na Ed. Madrid: Editorial Católica (BAC), 2001. P. 627.
[6] San Alfonso María de Ligorio, Del gran medio de la oración. P. I. párrafo final, p. 70 en la ed. de Madrid 1936.
[7] Esta sección ha sido tomada, en su mayoría, del Catecismo de la Iglesia Católica nn. 2697-2724.
[8] Cf. F. Trochu, Le Curé d’Ars Saint Jean-Marie Vianney.
[9] ROYO, Antonio. Op. cit. Pp. 671-674.
[10] Hay, sin embargo, excepciones. A veces, las horas de la mañana -sobre todo en los que por cualquier causa han tenido por la noche un reposo insuficiente- son las más pesadas y somnolientas del día. En todo es menester discreción y atenerse a las circunstancias de los casos particulares.
[11] “Quiero que los hombres oren en todo lugar” (1 Tim 2,5). Recuérdese la conversación de Cristo con la samaritana a propósito de adorar al Padre en cualquier sitio, con tal que sea “en espíritu y en verdad” (Jn 4,20-24).
[12] BARRIELLE, Ludovico. Reglas para el discernimiento de los espíritus. 1ra ed. Quito: Jesús de la Misericordia, 2004. P. 36.