A la susceptibilidad del hombre actual, la sola palabra ‘obediencia’ le estremece y le genera repulsa. El hombre, al dar la espalda a Dios y erigirse a sí mismo como tal, considera que la manera de obrar se debe ajustar, exclusivamente, al propio criterio, fundamentado por lo general en el capricho, en la sensibilidad, o en su confundido entendimiento afectado por el error. Aparecen, así, frases como: “a mí no me manda nadie”, “yo me mando a mí mismo”, “si obedece, se la montan”, etc.
El valor de la obediencia se entiende cuando se contrasta con su opuesto, la desobediencia, y se observan las terribles consecuencias de esta:
Por desobedecer, algunos ángeles se convirtieron en demonios: «La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 Pe 2,4). Esta “caída” consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: “Seréis como dioses” (Gén 3,5). El diablo es “pecador desde el principio” (1 Jn 3,8), “padre de la mentira” (Jn 8,44).» (Catecismo, 392).
Por desobedecer, nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso: «El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gén 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.» (Catecismo, 397).
La desobediencia de nuestros primeros padres tuvo que ser reparada de la manera más atroz: ¡con la muerte del Hijo de Dios en la cruz! “En efecto, así como por la desobediencia de un hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno todos serán constituidos justos” (Rom 5,19). Así, Cristo “se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2,8).
¡Cuán terribles son las consecuencias de la desobediencia! Convirtió bellos ángeles en demonios, expulsó a Adán y Eva del jardín más bello y “obligó” al Hijo de Dios a morir en la cruz para reparar por ella.
¿Qué es la obediencia?
La obediencia es una virtud moral sobrenatural que nos inclina a someter nuestra voluntad a la de los superiores legítimos en cuanto son representantes de Dios.[1]
Al ver que el hombre no se bastaba a sí mismo para su desarrollo físico, intelectual y moral, quiso Dios que viviera en sociedad. Pero la sociedad no puede subsistir sin una autoridad que coordine todos los esfuerzos de sus miembros hacia el bien común; Dios quiere, pues, que haya una sociedad jerárquica, con superiores legítimos a quienes corresponde el mandar, y súbditos a quienes toca obedecer.
El fundamento de la obediencia es la autoridad del superior recibida directa o indirectamente de Dios. En realidad es a Dios a quien se obedece en la persona del legítimo superior ya que toda potestad viene de Dios (cf. Rom 13,1). Por eso añade san Pablo que quien resiste a la autoridad, resiste al mismo Dios (cf. Rom 13,2).
La obediencia es una virtud de enorme importancia, veamos: con la virtud de la pobreza se sacrifican los bienes exteriores; con la virtud de la castidad se sacrifican los bienes corporales. Pero con la virtud de la obediencia se ofrece a Dios el holocausto de la propia voluntad.[2]
¿Quiénes son los legítimos superiores?
Aquellos que fueron puestos por Dios al frente de las diversas sociedades.
En el orden natural podemos distinguir tres clases:
La familia, al frente de la cual están los padres, y especialmente el cabeza de familia.
La sociedad civil, que gobiernan los poseedores legítimos de la autoridad según los sistemas admitidos en las diversas naciones. Son los presidentes, alcaldes, policías, guardas de tránsito, etc.
La sociedad profesional, en la que hay patrones y empleados, cuyos respectivos derechos y deberes se hallan determinados por el contrato de trabajo.
En el orden sobrenatural los superiores jerárquicos son:
El Santo Padre, cuya autoridad es suprema e inmediata en la Iglesia universal.
Los Obispos, que tienen jurisdicción en sus diócesis respectivas, y, bajo su autoridad, los curas y vicarios, cada uno dentro de los límites que señala el Código de Derecho Canónico.
Además hay dentro de la Iglesia comunidades particulares con reglas, estatutos y constituciones aprobadas por el Sumo Pontífice o por los Obispos, y que tienen superiores nombrados según sus Constituciones, estatutos o reglas; también son legítimas autoridades. Por consiguiente, todo el que entra a una comunidad, se obliga, por ende, a guardar las reglas y a obedecer a los superiores en lo que manden dentro de los límites definidos por la regla.
Límites en el ejercicio de la autoridad[3]
Es famosa la frase que dice: “el que obedece no se equivoca… se equivoca el que ordena”. Esta frase es cierta, siempre y cuando, quien ejerza la autoridad no se extralimite en sus funciones. Hay, entonces, algunos límites a la hora de obedecer:
Cuando se ordena algo que sea pecado: Es evidente que no se debe ni se puede obedecer a un superior que mande alguna cosa contraria a las leyes divinas o eclesiásticas; habría que decirle aquello de san Pedro: “Antes se ha de obedecer a Dios que a los hombres” (Hch 5,29). Esta frase es liberadora, pues asegura la libertad cristiana contra toda tiranía. Así enseñaba san Francisco de Sales: “como los superiores no pueden mandar cosa en contrario (a la ley de Dios), tampoco los inferiores tienen obligación alguna de obedecer en ese caso, y si obedecieren, pecarían”[4].
Cuando se manda algo, en la práctica, imposible: Quien claramente no puede realizar lo que se le solicita, no está obligado a hacerlo. Nótese que se dice que sea imposible “en la práctica”, pues aunque nuestras fuerzas físicas o morales, estrictamente hablando, puedan lograr lo que se está mandando, puede suceder que es prácticamente imposible. Así, por ejemplo, si un director espiritual le ordenara a un hombre casado, con trabajo y demás ocupaciones propias de su estado, que rezara todos los días diez veces el rosario, aunque física y moralmente pudiese llegarlo a hacer sacrificando cosas de su estado propio, se consideraría que en la práctica es imposible y no estaría obligado a obedecer. No obstante, en caso de duda hemos de presumir que tiene razón el superior.
Cuando el superior ordena algo más allá de sus atribuciones: por ejemplo, cuando un padre se opone a la vocación maduramente considerada de su hijo, traspasa sus deberes, y no hay obligación de obedecerle. Lo mismo ha de decirse del superior de una comunidad que ordenare cosa más allá de lo que le permiten las constituciones, estatutos y reglas, habiendo estas determinado sabiamente los límites de su autoridad.
Grados de la obediencia[5]
Obediencia de principiante: Se aplican antes que a otra cosa a guardar fielmente los mandamientos de Dios y de la iglesia; y a someterse por lo menos exteriormente a las órdenes de los superiores legítimos con diligencia puntualidad y espíritu sobrenatural.
Obediencia de adelantado: No se contentan con obedecer exteriormente si no que interiormente someten su voluntad aun en las cosas trabajosas contrarias a su manera de ser; y lo hacen de corazón sin quejarse, buscando poder asemejasen más perfectamente a Jesús y a María que son su modelo.
Obediencia perfecta: Es aquella obediencia que somete su juicio al del superior sin pararse a examinar las razones por las que las mandaron, siempre y cuando no se extralimite en el ejercicio de su autoridad.
Cualidades de la obediencia[6]
La obediencia, para ser perfecta, debe vivirse con mirada sobrenatural, en todo tiempo y todo lugar e integralmente.
Con mirada sobrenatural: Quiere decir que debemos ver a Dios mismo, a Jesucristo, en nuestros superiores, porque no tiene autoridad sino de Él.
En todo tiempo y en todo lugar: En cuanto que debemos obedecer todas las órdenes de nuestro superior legítimo, siempre que mande legítimamente. De esta manera, como dice San Francisco de sales, la obediencia “se somete amorosamente a todo lo que se le mande con entera sencillez sin mirar jamás si lo que se le manda está bien o mal mandado, con tal que quien la manda tenga potestad de mandar, y sirva lo mandado para unirnos con Dios”
Integralmente: Significa que la obediencia debe ser puntual, sin restricción, constante y alegre.
Puntual: porque el amor, que es el que mueve la obediencia perfecta, nos hace obedecer prontamente. Lo mismo dice San Bernardo: “el verdadero obediente no sabe de dilaciones, tiene horror a dejarlo para mañana; no entiende de demoras; se adelanta al mandamiento: está con los ojos fijos, el oído atento, la lengua pronta a hablar, las manos dispuestas a obrar, los pies prontos a correr; está enteramente recogido para entender enseguida lo que se le manda.”
Sin restricción: porque andar eligiendo obedecer en unas cosas sí y en otras no, es perder el mérito de la obediencia, y dar a entender que nos sometemos en lo que nos agrada es mostrar que no es sobrenatural nuestra obediencia.
Constante: en esto está uno de los mayores méritos de la obediencia; porque hacer con gozo una cosa por una sola vez que se nos manda, o cuando nos conviene, cuesta muy poco: pero cuando te dicen; harás siempre esto mismo mientras vivas, en eso está la virtud, en eso la dificultad.
Alegre: si no se inspira en el amor, es difícil que la obediencia sea alegre en lo penoso. No hay trabajo para el que ama, porque no piensa en lo que padece, sino en aquel por quien padece.
Falsificaciones de la obediencia[7]
Sin llegar a los excesos de la franca y formal desobediencia, que es el pecado diametralmente opuesto a la obediencia, ¡cuántos modos y maneras ha de falsificar o deformar esta virtud, tan contraria al instinto de natural rebeldía propio del espíritu humano! He aquí algunas de sus principales manifestaciones:
Obediencia rutinaria: puro automatismo, sin espíritu interior como el reloj, que da las horas puntualmente, pero ignorando que las da…
Obediencia sabia: siempre con el Código Canónico o la regla en la mano para saber hasta dónde está obligado a obedecer o dónde empieza “a excederse” el superior. ¡Qué mezquindad!
Obediencia crítica: “El superior es superior… ¡no faltaba más!, pero eso no impide que sea poco simpático, riguroso, frágil, impulsivo, sin pizca de tacto; que le falte a menudo cordura, prudencia, oportunidad y caridad”. Se le obedece al mismo tiempo que se le despelleja…
Obediencia momificada: no se tiene ocasión de practicarla, porque el superior no se atreve a mandar o porque el súbito se substrae habilidosamente de tener que obedecer…
Obediencia seudomística: desobedece al superior bajo el pretexto de obedecer al Espíritu Santo. ¡Pura ilusión!
Obediencia paradójica: es la que pretende obedecer haciendo su propia voluntad, o sea imponiéndosela al superior.
Obediencia farisaica: que entrega una voluntad vencida, pero no sumisa… cobardía e hipocresía al mismo tiempo.
Espíritu de oposición: grupos, bandos, partidos “de oposición” a cuanto ordene o disponga el superior. Espíritu verdaderamente satánico, que siembra la división y la discordia…
Obediencia egoísta: inspirada en motivos interesados para atraerse la simpatía del superior y obtener de él cargos o mandatos que cuadren con sus gustos o aficiones.
Obediencia murmuradora: que acepta de mala gana la orden de un superior y murmura interiormente… y a veces exteriormente, con escándalo de los demás y daño manifiesto al bien común…
Sabotaje y falta de perfección: al ejecutar la orden. “Barrer consistirá en cambiar el polvo de sitio, y hacer meditación, en dormitar dulcemente”.
Obediencia perezosa: “no tuve tiempo... estaba ocupado… no pensaba que fuese tan urgente… iba a hacerlo ahora”. Hay que mandarle doce veces cada cosa y termina haciéndola mal.
PRÁCTICA
Obedecer estrictamente a toda autoridad a la que estoy sometido: padres, profesores, patrones, normas civiles y de tránsito, etc.
[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística II. 1ra Ed. Quito: Jesús de la Misericordia. P. 679.
[2] ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na Ed. Madrid: Editorial Católica (BAC), 2001. P. 578.
[3] TANQUEREY, Op. cit. P. 682.
[4] Pláticas Espirituales, cap. 9.
[5] TANQUEREY, Op. cit. P. 683.
[6] Ibíd. Pp. 684-687.
[7] ROYO, Antonio. Op. cit. Pp. 580-581.