Hay diversas actitudes auténticas de parte del cristiano para con la Santísima Virgen:
La primera, consiste en honrar a María como Madre de Dios e implorar de tiempo en tiempo su protección, mientras nos esforzamos en cumplir nuestros deberes cristianos, evitando el pecado y obrando por amor, más que por temor.
La segunda, consiste en alimentar un profundo amor, estima, confianza y veneración hacia la Santísima Virgen. Se expresa haciendo conocer el puesto ocupado por Ella en el plan de salvación, publicando sus alabanzas, honrando sus imágenes, recitando el Santo Rosario, alistándose en las Asociaciones Marianas. Esta actitud, siempre que nos comprometamos a vivir cristianamente, es buena, santa y saludable. Pero no logra liberarnos de todo egoísmo, para unirnos perfectamente a Jesucristo.
La tercera, es conocida y vivida por muy pocas personas. Es una consagración total. Consiste en ofrecerse con absoluta disponibilidad a María, para realizar la entrega de sí mismo a Jesucristo. Por esta entrega o consagración nos comprometemos a hacerlo todo con María, por María, para María y en María.
Esta última es la que realizaremos nosotros: la consagración total a Jesús por María.
La entrega
En esta Consagración Total es preciso entregar a María[1]:
“Nuestro cuerpo, con todos sus sentidos (internos y externos) y con todos sus miembros” considerados como principio de toda operación vital.
“Nuestra alma, con todas sus potencias”, igualmente consideradas como principios de toda operación intelectual y humana, ya que todas éstas provienen bien sea del entendimiento o bien de la voluntad. Por estas dos primeras donaciones, consagramos nuestra naturaleza entera a María.
“Nuestros bienes exteriores” ya sea fortuna, hacienda, y cosas materiales, presentes o futuras. Este es el cumplimiento de uno de los sacrificios impuestos al esclavo: todos los bienes que le pertenecen o que pueda adquirir posteriormente, son posesión de su dueño. Este desprendimiento será tanto más meritorio, cuanto más costoso le fuere; y tanto más admirable, cuanto mayor fuere su valor objetivo o cantidad.
“Nuestros bienes espirituales” que son nuestros méritos, nuestras virtudes y buenas obras pasadas, presentes y futuras. Vale la pena en este punto, dar una explicación concerniente a las buenas obras:
“Cualquiera obra buena, hecha libremente por el alma en estado de gracia, con una intención sobrenatural, tiene tres valores: meritorio, satisfactorio e impetratorio, los cuales contribuyen a nuestro progreso espiritual”[2]:
Valor meritorio: con el cual acrecentamos nuestro caudal de gracia habitual y nuestro derecho a la gloria del Cielo.
Valor satisfactorio: paga, en todo o en parte, la pena debida por el pecado. Es decir, las buenas obras nos pueden ahorrar tiempo de purificación en el purgatorio.
Valor impetratorio: nuestras buenas obras encierran una petición de gracias dirigida a la infinita misericordia de Dios. Es decir, a través de ellas podemos alcanzar gracias y ayudas que estemos necesitando del Cielo.
En nuestra consagración a la Santísima Virgen le ofrecemos a Ella nuestros méritos, no para que los comunique o pase a otros, pues los méritos no son comunicables ni traspasables a otras personas (Él único que ha hecho pasar sus méritos a los demás es Jesucristo), sino a fin de que la Virgen María los conserve como depositaria; y le ofrecemos también el valor satisfactorio e impetratorio de nuestras buenas obras, dándoselos en propiedad para que ella disponga de ello según le parezca mejor, o los comunique a otras almas.
La esclavitud
El santo de Montfort, compara pues esta entrega, esta amorosa dependencia, este santo sometimiento, con una esclavitud y dice[3]:
Hay en este mundo dos modos de pertenecer a otro y depender de su autoridad: el simple servicio y la esclavitud. De donde proceden los apelativos de criado y esclavo. Por el servicio común, entre los cristianos, uno se compromete a servir a otro durante cierto tiempo y por determinado salario o retribución. Por la esclavitud, en cambio, uno depende de otro enteramente, por toda la vida y debe servir al amo, sin pretender salario ni recompensa alguna, como si él fuera uno de sus animales sobre los que tiene derecho de vida y muerte.
Hay tres clases de esclavitud: natural, forzada y voluntaria. Todas las criaturas son esclavas de Dios del primer modo: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena». Del segundo, lo son los demonios y condenados. Del tercero, los justos y los santos.
La esclavitud voluntaria es la más perfecta y la más gloriosa para Dios, que escruta el corazón, nos lo pide para sí y se llama Dios del corazón o de la voluntad amorosa. Efectivamente, por esta esclavitud, optas por Dios y su servicio por encima de todo lo demás, aunque no estuvieras obligado a ello por naturaleza.
Hay una profunda diferencia entre criado y esclavo:
El criado no entrega a su patrón todo lo que es, todo lo que posee ni todo lo que puede adquirir por sí mismo o por otros; el esclavo se entrega totalmente a su amo, con todo lo que posee y puede adquirir, sin excepción alguna.
El criado exige retribución por los servicios que presta a su patrón; el esclavo, por el contrario, no puede exigir nada, por más asiduidad, habilidad y energía que ponga en el trabajo.
El criado puede abandonar a su patrón cuando quiera o al menos, cuando expire el plazo del contrato; mientras que el esclavo no tiene derecho a abandonar a su amo cuando quiera.
El patrón no tiene sobre el criado derecho ninguno de vida o muerte, de modo que si lo matase como a uno de sus animales de carga, cometería un homicidio; el amo, en cambio, conforme a la ley, tiene sobre su esclavo derecho de vida y muerte, de modo que puede venderlo a quien quiera o matarlo -perdóname la comparación- como haría con su propio caballo.
Por último, el criado está al servicio del patrón sólo temporalmente; el esclavo, lo está para siempre.
Nada hay entre los hombres que te haga pertenecer más a otro que la esclavitud. Nada hay tampoco entre los cristianos que nos haga pertenecer más completamente a Jesucristo y a su Santísima Madre, que la esclavitud aceptada voluntariamente, a ejemplo de Jesucristo, que por nuestro amor tomó forma de esclavo y de la Santísima Virgen que se proclamó servidora y esclava del Señor. El apóstol se honra en llamarse servidor de Jesucristo. Los cristianos son llamados repetidas veces en la Sagrada Escritura servidores de Cristo. Palabra que, como hace notar acertadamente un escritor insigne, equivalía antes a esclavo, porque entonces no se conocían servidores como los criados de ahora, dado que los señores sólo eran servidos por esclavos o libertos.
Para afirmar abiertamente que somos esclavos de Jesucristo, el Catecismo del Concilio de Trento se sirve de un término que no deja lugar a dudas, llamándolos mancipia Christi: esclavos de Cristo. Afirmo que debemos pertenecer a Jesucristo y servirle, no sólo como soldados, sino como esclavos de amor, que por efecto de un intenso amor se entregan y consagran a su servicio en calidad de esclavos, por el único honor de pertenecerle. Antes del Bautismo éramos esclavos del diablo. El Bautismo nos transformó en esclavos de Jesucristo. Es necesario que los cristianos sean esclavos o del diablo o de Jesucristo.
Lo que digo en términos absolutos de Jesucristo, lo digo proporcionalmente de la Santísima Virgen. Habiéndola escogido Jesucristo por compañera inseparable de su vida, muerte, gloria y poder en el Cielo y en la Tierra, le otorgó gratuitamente, respecto a su Majestad, todos los derechos y privilegios que Él posee por naturaleza. «Todo lo que conviene a Dios por naturaleza, conviene a María por gracia» dicen los santos. De suerte que, según ellos, teniendo los dos el mismo querer y poder, tienen también los mismos súbditos, servidores y esclavos.
Podemos pues, conforme al parecer de los santos y de muchos varones insignes, llamarnos y hacernos esclavos de amor de la Santísima Virgen, a fin de serlo más perfectamente de Jesucristo. La Virgen Santísima es el medio del cual debemos servirnos para ir a Él, ya que María no es como las demás criaturas, que, si nos apegamos a ellas, pueden separarnos de Dios en lugar de acercarnos a Él. La inclinación más fuerte de María es la de unirnos a Jesucristo, su Hijo; y la más viva inclinación del Hijo es que vayamos a Él por medio de su Santísima Madre. Obrar así es honrarlo y agradarle, como sería honrar y agradar a un rey, el hacerse esclavos de la reina, para ser mejores súbditos y esclavos del soberano. Por esto, los santos Padres y entre ellos San Buenaventura, dicen que la Santísima Virgen es el camino para llegar al Señor.
Más aún, si como he dicho, la Santísima Virgen es la Reina y Soberana del Cielo y de la Tierra, ¿por qué no ha de tener tantos súbditos y esclavos como criaturas hay? Y, ¿no será razonable que, entre tantos esclavos por fuerza, los haya también por amor, que escojan libremente a María como a su Soberana? Pues ¡qué! Han de tener los hombres y los demonios sus esclavos voluntarios y ¿no los ha de tener María? Y ¡qué! Un rey se siente honrado de que la reina, su compañera, tenga esclavos sobre los cuales pueda ejercer derechos de vida y muerte en efecto, el honor y poder del uno son el honor y poder de la otra y el Señor, como el mejor de los hijos, ¿no se sentirá feliz de que María, su Madre Santísima -con quien ha compartido todo su poder- tenga también sus esclavos? ¿Tendrá Él menos respeto y amor para con su Madre, que Asuero para con Esther y Salomón para con Betsabé? ¿Quién osará decirlo o siquiera pensarlo?”
PRÁCTICA
Hacer, durante toda la semana, el examen mariano antes de acostarme a dormir. El “examen mariano” se encuentra en la parte final del libro.
[1] GONZÁLEZ, Jorge. La Esclavitud Mariana. 3ra. Ed. Medellín: Ediciones Gráficas ltda., 1997. P.13.
[2] TANQUEREY, Adophe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo I. Madrid: Jesús de la Misericordia, 1930. P. 161.
[3] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 69-76..