Las prácticas interiores se resumen brevemente en estas cuatro palabras: hacerlo todo por María, con María, en María, para María, a fin de hacerlo más perfectamente por Jesús, con Jesús, en Jesús, para Jesús.
Obrar Por María
Es ofrecer a la Santísima Virgen una obediencia constante. “Obedecerle en todo y conducirse según su Espíritu, que es el Espíritu de Dios.”[1]
Según un pensamiento carísimo de nuestro Santo, la Virgen Santísima, desde la Encarnación, quedó indisolublemente unida, como Esposa, del Espíritu Santo, para conducir nuestras almas por las vías de la perfección.
Consentir u obedecer a las inspiraciones de la gracia, ha sido siempre señal de la verdadera santidad. Los santos son los verdaderos hijos de Dios, porque se dejan conducir, en todo, por el Espíritu divino: “en efecto, todos los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios” (Rom 8, 14). San Pablo no nos dice: los que obran bajo la “influencia” del espíritu divino, sino los que se dejan manejar, los que se dejan llevar por el Espíritu Divino.
Es necesario entonces, decir que la práctica interior «por María» fielmente vivida, se resume en la sola docilidad. Docilidad a estos maestros íntimos que coordinan en nuestro interior su fuerza y su suavidad para nuestra santificación. El esclavo de Amor, es esencialmente un alma obediente, filialmente obediente en todas sus obligaciones: alma que no se resiste, que nunca se opone a la gracia, que no obstaculiza la dirección de su Soberana. El Santo Espíritu de María, viene a ser progresivamente, el propio Espíritu del Esclavo de Amor.
El alma se adiestra en esta docilidad por una continua renuncia, unida al abandono. Renuncia propia, abandono en María, son las condiciones indispensables indicadas por Montfort.
Renuncia
Hemos visto que Nuestro Señor, pone la renuncia, como punto de partida de toda vida espiritual cuidadosa de avanzar. Siendo tan tenaz el apego que tenemos a nuestra propia personalidad, hay que volver constantemente a este punto de partida. La práctica «por María» exige al principio de cada acción, nuestra renuncia a todo movimiento natural, opuesto a la gracia.
Esta renuncia debe ser inmediata, sin sombra de vacilación. Debe brotar de una voluntad resuelta a aprovechar la gracia actual, que se presenta en forma de luz interior, de inspiración o de un movimiento hacia el bien. Convenir con la naturaleza sería confesar una derrota o un retroceso. ¿Por qué esta renuncia inicial? Responde Montfort: “Porque las tinieblas de nuestro propio espíritu y la malicia de nuestra voluntad, si los seguimos, se opondrían al Santo Espíritu de María». Aceptemos humildemente esta comprobación de un maestro en la santidad; nuestra experiencia personal la confirma diariamente. ¡Cuántas cosas, que nos avergüenzan y humillan sentimos subir secretamente de los bajos fondos de nuestra naturaleza, aún en nuestras mejores acciones! Es necesario ahogarlos desde el principio, ¡qué perjuicio para nuestra alma! Una mala intención, si es el único motivo que nos hace obrar, corrompe totalmente una buena acción. Mezclar a nuestras acciones sobrenaturales intenciones más o menos contrarias a la gloria de Dios, es privarnos parcialmente de muchos méritos.
Entrega y abandono
A la renuncia debemos unir el abandono. Es preciso entregarse al Espíritu de María, para ser movidos y conducidos como Ella quiera.
Sería deprimente la perspectiva de nuestra espiritualidad si debiéramos quedarnos en continuas renuncias de nuestro espíritu. No se renuncia por el solo hecho de renunciarse, sino por la alegría de entregarse, de unirse, de abandonarse. Así Montfort, nos lanza inmediatamente a los brazos y al corazón de María: es preciso ponerse y abandonarse en sus manos virginales, como un instrumento en manos de un obrero, como una laúd en manos de un buen artista; hay que perderse y abandonarse en Ella, como piedra que se arroja al mar.
Todas estas comparaciones son alentadoras. Nuestra unión, nuestro confiado abandono en Ella, nos hace sus instrumentos vivos, inteligentes, amorosamente dóciles. Ya no estamos solos en nuestra acción, la Virgen obra sobre nosotros como Dueña y Señora; le ofrecemos nuestra perfecta obediencia de esclavos y por ella nos mueve y nos conduce el Espíritu Santo, el amor interior siempre presente. Su acción y nuestro consentimiento se fusionan.
Este acto de abandono se hace en un instante y de manera sencilla: por una sola mirada del espíritu, o un pequeño esfuerzo de voluntad, o aún verbalmente diciendo por ejemplo: “Renuncio a mí y me entrego a Vos Madre querida”.
Poco importa, agrega Montfort, que intervenga o no, cualquier suavidad sensible en esta unión. Supongamos que alguien le diga al demonio: “Renuncio a mí y me uno a ti”, sin sentir nada, sólo con la voluntad clara. No cabe duda: comete un pecado mortal gravísimo, pierde en el acto la vida de la gracia, se hace objeto de la ira divina y merecedor del infierno. Si este acto hecho completamente a secas, con la sola inteligencia y voluntad tiene un efecto tan catastrófico cuando se trata de Satanás, tiene un efecto sumamente benéfico cuando se dirige a María. Sin sentir nada vamos a aumentar la gracia santificante en nosotros, agradar mucho a Dios y dejar que el Espíritu Divino acreciente la intensidad de sus operaciones en nosotros.
Ventajas de obrar por María
Conducción por el Espíritu Santo: Porque ponerse bajo el Espíritu de María no es otra cosa que ponerse bajo la dirección de Espíritu de Dios. Este Espíritu al reinar inmediatamente sobre Ella, reina por medio suyo, sobre nosotros.
Don de la santa Sabiduría: Esta buena Madre presta a los esclavos las disposiciones de su alma para glorificar a Dios y su espíritu, para regocijarse en Él.
Obrar Con María[2]
Esta fórmula significa la imitación de María, la reproducción de este modelo virginal, hecho por Dios expresamente para nosotros, lo cual reclama la amante mirada de nuestra alma, que se complace ante todo en la admiración de su belleza.
“Es preciso actuar con María, es decir -explica Montfort-, es necesario en nuestros actos mirar a María como modelo acabado de toda virtud y perfección, para imitarle según nuestro corto alcance.
Desprendidos poco a poco de nosotros mismos por el hábito adquirido de la renuncia, entregados y abandonados al Espíritu de María -nuestro iluminador y conductor-, nos es más fácil mirar directamente a la Virgen, que vive y obra en condiciones como las nuestras.
María es imagen perfecta de Jesucristo. No es el Sol, cuyos rayos vivaces deslumbran nuestros débiles ojos, sino, la luna que recibe su luz del sol y la atempera para conformarla a nuestra pobre capacidad. No hay en Ella nada demasiado sublime ni brillante; viéndola, vemos nuestra propia naturaleza”[3].
El obrar con María, implica dos elementos:
De nuestra parte: la imitación de María, la reproducción más perfecta posible de las virtudes que Ella misma practicó.
De parte de María: la unión con nuestros esfuerzos. De donde deducimos, que el resultado final depende más de María que de nosotros. Veámoslos detenidamente:
Imitación de las virtudes de María: Es natural, que quien no es capaz de crear una obra grandiosa, se inspire en un modelo y lo copie fielmente. Es natural que un niño encuentre en su madre un modelo de perfección y trate de imitarla.
Todos los que miran a María como modelo en la práctica de todas las virtudes, están seguros de: Cumplir la voluntad divina y alcanzar la perfección. Por consiguiente, María que es nuestra Madre: nuestra Madre muy amada, nuestra Madre admirable, es capaz de despertar en nosotros -mucho más perfectamente de lo que pueda hacerlo una madre natural-, ese sentimiento de admiración que nos lleva a imitarla en todo.
Es necesario en cada acción mirar cómo la hizo María o cómo la haría si estuviese en nuestro lugar. Por consiguiente, es necesario poner en todo acto sus mismas intenciones sobrenaturales. Se imitarán todas las virtudes de María, especialmente: “su Humildad profunda, Fe viva, Obediencia ciega, Oración continua, Mortificación universal, Pureza divina, Caridad ardiente, Paciencia heroica, Dulzura angelical y Sabiduría divina. Estas son -dice Montfort- las diez principales virtudes de la Santísima Virgen.”[4]
Asociación de María a nuestros esfuerzos: la maternidad de María con respecto a nosotros y nuestra filiación respectiva, son plenamente conscientes. La semejanza que nos imprimirá y que recibiremos, será el fruto de su actividad esclarecida y voluntaria y de nuestra correspondiente y exquisita docilidad. Algo muy diferente acontece en la maternidad ordinaria: la semejanza (de la madre en el hijo) se imprime sin el consentimiento de la madre ni del hijo y por consiguiente no se da una verdadera colaboración.
María obra en nosotros y nos sometemos amorosamente a su acción. Ella es el molde divino, propio para deificarnos en poco tiempo y con poco sacrificio. El trabajo de María consiste en retocarnos para que nos asemejemos a Jesús, su Hijo Divino. Nuestro trabajo consiste en dejarnos rehacer y transformar según este divino molde. La realización práctica de esta colaboración, está muy bien descrita por el R. P. Lhoumeau: “Mirad como procede una madre con su hijo cuando le enseña a dar los primeros pasos o a orar. No sólo ella lo anima con su gesto y con su voz, sino que obra con él dándole ejemplo y ayudándole en su debilidad e inexperiencia. Por su parte, el niño obra con su madre, pues él la mira, se muestra dócil a su dirección y no se separa de ella.
Para obrar con María debo, después de obedecer a su impulso, permanecer bajo su acción e influencia, fijarme en ella para imitarle y en caso de necesidad, para levantarme; en fin, debo seguirla sin anticiparme ni retardarme”.
De esta manera, tenemos perfectamente acordes el obrar por María y con María: “Es preciso entregarnos al espíritu de María para ser movidos al comenzar la acción: (por María) y para ser conducidos o sostenidos durante la acción (con María) conforme a su querer”.
María es “un modelo muy apropiado” (León XIII), y “maravillosamente acomodado a nuestra debilidad -dice san Pío X-, que Dios en su inmensa bondad y condescendencia ha puesto delante de nuestros ojos”.
Aquí también se han de evitar dos extremos, desesperar por no asemejarnos a Ella perfectamente o creer que la podemos igualar en algo. En el primero hay que decir, según advierte San Pablo, que en el Cielo de los santos hay distintas estrellas, de tamaño y esplendor muy variado, pero cada cual perfecta en su género. En un jardín hay distintas flores y aún admitiendo que la rosa sea la reina y la más bella, eso no le quita a la humilde violeta la posibilidad de ser perfecta como tal. En una mesa, habrá vasos de diversas capacidades, pero lo que le compete a cada uno es llenarse. En el segundo exceso, podemos decir que la Virgen es la Santísima que no será igualada nunca por nadie en su propia perfección; pero esto no nos impide a ninguno de sus hijos alcanzar la perfección, al contrario, nos obliga a encontrarla en el sitio que Dios la ha fijado: en su Iglesia, en nuestra vocación peculiar como miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo.
También se debe saber que en las cosas divinas como en las humanas, ocurre que uno aprende tanto por sus errores como por sus aciertos. ¡Cuánto enseñan las equivocaciones! Aunque estemos llenos de las mejores intenciones del mundo, la Virgen permitirá que nos equivoquemos, para que sepamos mejor, cómo no debemos actuar y por tanto, cómo debemos actuar.
Otra consideración muy consoladora: Cuando nosotros educamos a un niño, le enseñamos lo bueno que sabemos y por consiguiente, a la larga, queremos que nos imite. Sin embargo, ninguno espera del niño que le imite a la perfección. No se pide más que una aproximación, a veces muy remota de lo que podemos nosotros. No exigimos más que buena voluntad y esfuerzo. De suerte que, si hay esto, no le damos mucha importancia al resultado actual y aún su misma torpeza nos agrada. Así es nuestra celestial Madre.
Obrar Para María
Para comprender esta práctica, recordaremos lo que se dijo al hablar de la naturaleza de la esclavitud: el esclavo no se pertenece, él pertenece a su dueño. Todos los bienes de fortuna que poseía antes de caer en la esclavitud y todos los que pueda obtener, pasan a ser propiedad de su soberano y asimismo, todo el futuro de sus labores, se da en beneficio de su propietario.
Como esclavos de María hemos reconocido libre y amorosamente las cadenas que nos unen a Ella. Le pertenecemos tan plenamente, que aún en el caso de que Dios no le hubiese concedido este absoluto dominio sobre nosotros, se lo habríamos otorgado por nosotros mismos y con todo amor. Es justo entonces que realicemos para Ella todos nuestros actos naturales y sobrenaturales. ¿No son ellos el fruto de nuestra actividad?, y esta actividad ¿no debe fructificar para nuestra buena Reina y Señora? Este pensamiento de que nada nos pertenece de lo que adquirimos por nuestras obras, no debe desalentarnos; al contrario: como buenos esclavos no estaremos ociosos; sino que apoyándonos en la protección de María, emprenderemos grandes cosas por esta augusta Soberana. Particularmente trataremos de atraer a todo el mundo a su servicio y aun trataremos de ganar todos los corazones hacia esta verdadera y perfecta devoción. Y después de todo, no pretenderemos de nuestra Dueña, en recompensa de nuestro servicio, sino el honor de pertenecerle y la dicha de estar unidos mediante Ella a Jesús, su hijo bendito, por lazos indisolubles en el tiempo y en la eternidad.
Para afianzarnos en esta práctica debemos renunciar a nuestro amor propio, que tan a menudo vicia nuestras mejores acciones. Al efecto, debemos repetir en el fondo del corazón frecuentemente: “Por ti María mi dulce y buena Madre, vengo aquí o voy allá; hago esto o aquello, sufro tal pena o tal injuria”.
No se trata de acciones extraordinarias, sino de las que llenan las horas de nuestro diario vivir y por eso esta perfecta devoción se ajusta a todos los estados y a todo género de vida. Ella no consiste en acciones mismas, sino en el espíritu que las anima y que les da, si lo queremos, un valor nuevo y una mayor riqueza.
Y este Espíritu, no es otro que el de María Reina del Cielo y de la Tierra y especialmente, Reina de los elegidos o mejor Reina de los corazones de los elegidos; Él invade a los esclavos de amor y los somete plena y espontáneamente a todas las exigencias del dominio de María, a todas las delicadas insinuaciones de su dirección sabia y maternal.
María acepta este imperio, sin falsa humildad. Lo ejerce sin desfallecimiento, consciente de cumplir, en esta forma, la misión que Dios le confió de santificar a las almas que se abandonan o se entregan a Ella. Nada se apropia para sí; no busca sino el llevar esas almas a su divino Hijo y eso con un amor y un desinterés admirables.
Esta fórmula indica el fin próximo de la perfecta devoción: el honor de servir a la Santísima Virgen y de glorificarla. Montfort lo explica inmediatamente “no es que tomemos a María por fin último de nuestros servicios, el cual es Jesucristo únicamente, pero sí como fin próximo, como medio fácil para ir a Él.”[5]
El obrar para María, implica dos cosas: gran pureza de intención y espíritu de celo.
Pureza de intención: El menor pensamiento de interés personal se desechará absolutamente. Es el desprendimiento completo de sí mismo, la renuncia de todo espíritu de propiedad. Uno se fatiga, trabaja, sufre, soporta todo lo que se presente, en provecho de María. Se ganan méritos y se depositan entre sus manos muchísimas oraciones y sacrificios, para que Ella sea más conocida y mejor amada en el mundo entero.
Como, a pesar de todo, el amor propio se desliza imperceptiblemente hasta en las mejores obras, será bueno -como aconseja Montfort-, repetir frecuentemente en el fondo del corazón: “¡Oh mi Dueña querida! Por ti emprendo esta labor,acepto este apostolado, ejerzo este ministerio, acepto esta prueba, soporto esta contrariedad, sufro esta pena o esta injuria; Por ti este día que comienzo, Por ti esta Misa, esta Comunión, el recogimiento de esta acción de gracias; Por ti esos casos imprevistos, esos estorbos, esos retardos de un trabajo urgente; Por ti esta enfermedad...”
Espíritu de celo: Un celo ilustrado y santamente audaz. En el punto en que estamos, un esclavo de María no puede contentarse con servir y glorificar a su Soberana como si estuviera solo en el mundo. Él debe irradiarla lo más que pueda en torno suyo.
“No hay que permanecer ociosos, recomienda Montfort, sino que apoyados en la protección de María, es preciso emprender y realizar grandes cosas para esta augusta Soberana.”[6]
Obrar En María
Para explicar esta práctica interior, la más importante y fruto del ejercicio de las otras, es oportuno considerar una frase que tiene el Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen, numeral 20, y que puede darnos mucha luz; dice así:
“Cuanto más encuentre el Espíritu Santo a María, su querida e indisoluble esposa, en un alma, tanto más actúa y se manifiesta poderoso, para producir a Jesucristo en ella”
Esta práctica, habla de la presencia de Jesús y de María en las almas; de la de María, como de una condición necesaria para que la acción del Espíritu Santo sea más fecunda. Por esta nueva infusión de gracia, el Espíritu Santo nos hace más semejantes a Jesús y nos incorpora más a Él, como un miembro a la cabeza de un mismo cuerpo místico.[7]
Y puesto que la Virgen es el medio del cual el Espíritu Santo quiere valerse, aunque hablando absolutamente, no tiene necesidad de Ella, es lógico que María deba encontrarse en el alma, para que el divino Paráclito pueda obrar en Ella.
En resumidas cuentas, para hablar del obrar en María o íntima unión con Ella, es preciso recordar:
Que la Santísima Virgen es el verdadero paraíso terrenal del nuevo Adán.
El antiguo paraíso era solamente una figura de éste. Hay en este paraíso riquezas, hermosuras, maravillas y dulzuras inexplicables, dejadas en él por el nuevo Adán, Jesucristo. Allí encontró Él sus complacencias durante nueve meses, realizó maravillas e hizo alarde de sus riquezas con la magnificencia de un Dios.
Este lugar santísimo fue construido solamente con una tierra virginal e inmaculada, de la cual fue formado y alimentado el nuevo Adán, sin ninguna mancha de inmundicia, por obra del Espíritu Santo que en él habita. En este paraíso terrenal se halla el verdadero árbol de vida, que produjo a Jesucristo, fruto de vida; el árbol de la ciencia del bien y del mal, que ha dado la luz al mundo.
Hay en este divino lugar, árboles plantados por la mano de Dios, regados por su unción celestial y que han dado y siguen dando frutos de exquisito sabor. Hay allí jardines esmaltados de bellas y diferentes flores de virtud, que exhalan un perfume que embalsama a los mismos ángeles. Hay en este lugar, verdes praderas de esperanza, torres inexpugnables de fortaleza, moradas llenas de encanto y seguridad, etc.
Sólo el Espíritu Santo puede dar a conocer la verdad que se oculta bajo estas figuras de cosas materiales. Se respira en este lugar el aire incontaminado de pureza sin imperfección; brilla el día hermoso y sin noche, de la santa humanidad; irradia el sol hermoso y sin sombras, de la divinidad; arde el horno encendido e inextinguible de la caridad en el que el hierro se inflama y transforma en oro; corre tranquilo el río de la humildad, que brota de la tierra y, dividiéndose en cuatro brazos, riega todo este delicioso lugar: son las cuatro virtudes cardinales.
El Espíritu Santo, por boca de los Santos Padres, llama también a María
La Puerta Oriental, por donde entra al mundo y sale de él el Sumo Sacerdote, Jesucristo: por ella entró la primera vez y por ella volverá la segunda. El Santuario de la Divinidad, la mansión de la Santísima Trinidad, el trono de Dios, el altar y el templo de Dios, el mundo de Dios.
Epítetos y alabanzas muy verdaderos, cuando se refieren a las diferentes maravillas y gracias que el Altísimo ha realizado en María. ¡Qué riqueza! ¡Qué gloria! ¡Qué placer! ¡Qué dicha! Poder entrar y permanecer en María, en quien el Altísimo colocó el trono de su gloria suprema.
Pero, qué difícil es, a pecadores como nosotros, obtener el permiso, capacidad y luz suficientes para entrar en lugar tan excelso y santo, custodiado ya no por un querubín como el antiguo paraíso terrenal, sino por el mismo Espíritu Santo, que ha tomado posesión de él y dice: «Un jardín cercado es mi hermana, mi esposa; huerto cerrado, manantial bien guardado».
¡María es jardín cercado! ¡María es manantial sellado! Los miserables hijos de Adán y Eva, arrojados del paraíso terrenal, no pueden entrar en este nuevo paraíso, sino por una gracia excepcional del Espíritu Santo, que ellos deben merecer.
Después de haber obtenido, mediante la fidelidad, esta gracia insigne, es necesario permanecer en el hermoso interior de María con alegría, descansar allí en paz, apoyarse en él confiadamente, ocultarse allí con seguridad y perderse en él sin reserva, a fin de que, en este seno virginal:
Te alimenten con la leche de la gracia y misericordia maternal de María.
Te liberes de toda turbación, temor y escrúpulo.
Te pongas a salvo de todos tus enemigos: demonio, mundo y carne, que jamás pudieron entrar en María. Por esto dice Ella misma: «Los que trabajan en mí no pecarán», esto es, los que permanecen espiritualmente en la Santísima Virgen, no cometerán pecado considerable.
Te formes en Jesucristo y Él sea formado en ti. Porque, el seno de María, dicen los Padres, es la sala de los sacramentos divinos, donde se ha formado Jesucristo y todos los elegidos: “Uno por uno, todos han nacido en Ella.”[8]
Ventajas del obrar en María
Evidentemente, hay una gran diferencia entre el hijo que reside real y corporalmente en el seno de su Madre y el esclavo de amor que reside moral y espiritualmente en María. Las ventajas que se desprenden para el primero son de certeza física; pero el esclavo de amor, sólo goza de certeza moral y eso en el supuesto que persevere en esta dependencia, a la cual es fácil sustraerse por infidelidad a la gracia. Pero dada esta fiel dependencia, el alma puede morar placenteramente en el seno de María, reposar ahí en perfecta paz, apoyarse con confianza y ocultarse con seguridad y perderse ahí sin reserva. Este morar del alma en María produce en ella cuatro efectos:
El alma es alimentada copiosamente por María, con la leche de su gracia y misericordia maternal.
El alma se verá libre de turbaciones, temores y escrúpulos, que son absolutamente incompatibles con el estado de infancia espiritual así comprendido.
El alma gozará de completa seguridad contra todos sus enemigos: el mundo, el demonio y el pecado, que jamás tendrán cabida en María.
El alma, ahí, en María, es formada en Jesucristo y Él en ella.
SÍNTESIS DE LA VIDA DE UNIÓN CON MARÍA
Esta consagración total se diferencia de todas las demás devociones y consagraciones a María por la vida de unión e intimidad a la que nos invita con Ella; es decir, las prácticas exteriores como el rosario, las novenas, el portar escapularios y medallas, son un medio para llegar a esta intimidad.
Pero esta profunda unión, esta relación íntima, estrecha y constante con nuestra Madre se resume en el amor. Cuando una persona está enamorada todo el tiempo piensa en el ser que ama, todo el tiempo quiere estar con ella, todo lo de fuera le habla de ella, todo lo refiere a ella, siempre está pensando en lo que le gusta, en lo que le agrada. Así mismo debe ser la relación de un consagrado con su Madre, debe amarla tan profundamente que ni por un segundo se olvide y separe de ella. Y esta intimidad la resume Montfort en cuatro prácticas interiores que deben ser vividas continua e intensamente por quienes se consagran a esta buena Madre; podemos resumirlas de la siguiente manera:
PRÁCTICA
Comprar una pequeña imagen de la Virgen y llevarla durante toda la semana conmigo, a todos lados, sin dejarla un solo instante. Esto me ayudará a recordar la presencia de la Virgen en todo momento y a mantenerme unido a Ella. Esto se debe hacer con prudencia para no ir a generar escándalo.
[1] Tratado de la Verdadera Devoción, n. 258.
[2] GONZÁLES, Jorge. Op. Cit., pp. 51-59.
[3] Tratado de la Verdadera Devoción, n. 49.
[4] Ibíd., n. 108.
[5] Tratado de la Verdadera Devoción, n. 265.
[6] GONZALES, Jorge. Op. Cit., pp. 60-66.
[7] GONZALES, Jorge. Op. Cit., pp. 67-80.
[8] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 261-264.