“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados (1 Jn 4,10)”...“nosotros amamos, porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19).
Seguramente que desde pequeños, en nuestros hogares, en la catequesis, en la misa de los domingos, nos han enseñado que debemos amar a Dios con todo nuestro corazón; es más, es el primero de los mandamientos de la ley de Dios. Lo que tal vez se nos olvida muchas veces es que antes de amar a Dios, debemos sentirnos amados por Dios. Fue esta la experiencia del fundador de nuestra comunidad Lazos de Amor Mariano, José Rodrigo Jaramillo, quien en el año 1984, fue víctima de un secuestro, durante el cual el Señor le permitió ver su vida y lo poco que había amado; él, sorprendido le dijo al Señor: “que importante es amar”, y escuchó la voz del Señor que le respondía “y dejarse amar”. Así es, más importante que amar a Dios es dejarse amar por Dios, pues sólo quien se siente amado es capaz de corresponder a ese amor. Nuestro amor no es más que una respuesta a un Dios que nos ha amado primero, que ha tomado la iniciativa.
“Dios es Amor” (1 Jn 4,8), amor infinito, amor explosivo, amor donado, amor entregado; el amor nunca es estático, no se cierra en sí mismo. Por ello, ese Dios amor, crea al hombre, y no lo hace porque lo necesite, en absoluto. Lo crea por amor y para amarlo, para tener una criatura en quien derramar su ternura, en quien derrochar sus cuidados, a quien donarse por completo.
Una creación única
En el relato de la creación, vemos como Dios hace el mundo paso a paso, y basta con pronunciar una palabra para que las cosas vengan a la existencia; sin embargo, hay algo particular en esta historia: “entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida...” (Gén 2,7). En la creación del hombre Dios “mete sus manos”, pudiéndolo crear con su sola palabra lo modela con polvo de la tierra. Es decir, esta criatura, el hombre, es una criatura especial entre las demás. Cuanto crea, lo crea para el hombre; él prepara detalle a detalle el lugar donde morarán sus hijos, de la misma manera que un padre prepara y dispone todo para el nacimiento de sus hijos.
Cada persona, cada hombre, cada mujer, es una creación singularísima del amor de Dios. Dios no crea en serie, no hace moldes de los cuales sacar millones y millones de personas a la vez, no. A cada uno lo piensa y lo moldea, cada uno es diferente. Basta que observes cada una de tus facciones, tu cabello, tus ojos, es más, observa tu mano, tu dedo índice ¿Cómo es posible que a través de unas huellas dactilares puedas ser identificado entre miles de millones de personas? ¡Increíble! Hasta en aquel pequeño detalle pensó en ti y te hizo único e irrepetible.
Cada vez más el ser humano tiende a verse masificado a reducirse a un número de identificación, o a un código; Dios, en cambio, conoce a cada uno en su particularidad, a cada uno lo llama por su nombre (Jn 10,3). Si se le pierde una sola de sus ovejas deja las 99 y va en busca de la perdida (Lc 15,4), porque para él una vale tanto como las 99 juntas. Cada una es irremplazable, insustituible, cada una vale toda su sangre.
Él está todo el tiempo pendiente de sus hijos, atento a sus necesidades; tanto así, que en el Cielo no hay contestadora, ni buzón de mensajes, ni recepción, sino que quien quiera llamar tiene línea directa con Dios. Él no se hace esperar, a nadie hace esperar. Para él, cada uno, es el más importante. Dios es Amor y lo único que quiere de ti es que te dejes amar.
Ser cristiano es encontrarse con el Amor
“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna » (cf. 3, 16)... Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.”[1]
Se comienza a ser cristiano verdaderamente a partir del encuentro con el Amor, a partir de la experiencia de la ternura y la misericordia de Dios. Pues quien se encuentra con ese amor se siente irresistiblemente atraído hacia él y descubre que nada hay en el mundo más grande y más sublime, ninguna experiencia que le pueda superar, y descubre que ese amor todo lo vale. Tal ha sido la experiencia de los santos, ellos se han dejado amar por Dios, se han dejado transformar por ese amor: “Me entretenía, como siempre, en seguir unas hormigas que cargaban sus provisiones de hojas. Era una mañana, la que llamo la más bella de mi vida! Estaba a una cuadra más o menos de la casa, en sitio perfectamente visible. Iba con las hormigas hasta el árbol que deshojaban y volvía con ellas al hormiguero. Observaba los saludos que se daban, (así llamo yo lo que hacen ellas entre sí algunas veces, cuando se encuentran) las veía dejar su carga, darla a otra, entrar por la boca del hormiguero. Les quitaba la carga y me complacía en ayudarlas llevándoles hojitas hasta la entrada de la mansión de tierra, en donde me las recibían las que salían de aquel misterioso hoyo. Así me entretenía, engañándolas a veces, y a veces acariciándolas con gran cariño, cuando... ¿Cómo le diré? ¡ay! Dios sabe, padre, que estas cosas son tan íntimas y tan duro decirlas. ¡Sólo la obediencia las saca fuera! ¡Fui como herida por un rayo! ¡No se decir más! Aquel rayo fue un conocimiento de Dios y de sus grandezas, tan hondo, tan magnífico, tan amoroso, que hoy, después de tanto estudiar y aprender, no sé más de Dios que lo que supe entonces. ¿Cómo fue esto? ¡Imposible decirlo! Supe que había Dios, como lo sé ahora y más intensamente; no sé decir más. Lo sentí por largo rato, sin saber cómo sentía, ni lo que sentía, ni poder hablar. Por fin terminé llorando y gritando recio, recio, como si para respirar necesitara de ello. Por fortuna estaba a distancia de ser oída de la casa. Lloré mucho rato de alegría, de opresión amorosa, y grité. Miraba de nuevo el hormiguero y en él sentía a Dios, ¡con una ternura desconocida! volvía los ojos al cielo y gritaba, llamándolo como una loca. Lloraba porque no lo veía y gritaba más. Siempre al amor se convierte en dolor. Este casi me mata.”[2]
Características del Amor de Dios
“Una vez, estando expuesto el Santísimo Sacramento, se presentó Jesucristo resplandeciente de gloria, con sus cinco llagas que se presentaban como otro tanto soles, saliendo llamaradas de todas partes de Su Sagrada Humanidad, pero sobre todo de su adorable pecho que, parecía un horno encendido. Habiéndose abierto, me descubrió su amabilísimo y amante Corazón, que era el vivo manantial de las llamas. Entonces fue cuando me descubrió las inexplicables maravillas de su puro amor con que había amado hasta el exceso a los hombres, recibiendo solamente de ellos ingratitudes y desconocimiento.”[3]
Ese amor que el Padre nos tiene nos fue revelado en Jesucristo; en él, el Padre nos descubre su corazón misericordioso que se adentra en las profundidades de las miserias humanas para buscar a la oveja perdida y cargársela sobre sus hombros. En Él, se nos descubre el amor que transforma, que levanta, que dignifica, así como lo hizo con Magdalena, aquella mujer adúltera, que vendía su cuerpo y que estuvo a punto de ser apedreada, y que hoy, quien lo iba a pensar, veneramos como santa. En Cristo, se nos descubre el amor del Padre que siempre espera, que lo soporta todo y que lo perdona todo, como nos lo narró en la parábola del Hijo pródigo, donde nos dibujó la figura de aquel Padre que día tras día esperaba el regreso de su hijo, y que al verlo venir a lo lejos sale a su encuentro, se echa a correr, se tira sobre su cuello y lo recibe a besos... ese padre que no le hace un solo reproche, que no pide cuentas... ese padre, que es nuestro Padre Dios. Este amor es un amor misericordioso, y por ello exclama Teresita: “Quiero imitar la asombrosa confianza en la misericordia de Jesús que tuvo la Magdalena. La valerosa actuación de la pecadora que se arrodilló a sus pies y se los lavó con sus propias lágrimas, y que tanto agradó a Jesús; esa es la actuación que me agrada repetir en mi vida. Estoy segura de que aunque tuviera en mi conciencia todos los pecados que se pueden cometer, me lanzaría a los brazos misericordiosos de Jesucristo, porque sé cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a Él... la causa por la cual me dirijo a Dios con tanta confianza y con tanto amor no es porque con su misericordia me ha preservado de todo pecado mortal. No, esa no es la causa. La verdadera causa de mi confianza en Él es su inmensa misericordia... Estoy totalmente convencida de su inmenso amor y de su infinita misericordia.”[4]
Su amor es un amor total que no se guarda nada para sí, que no se ahorra sacrificios, un amor que ama hasta los excesos de la locura: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. (Jn 3,16). Un amor que nos hace su ofrenda más preciosa, su Hijo amado. Y esta es precisamente la novedad del cristianismo, un Dios que nos ama, al que podemos llamar “Padre”, y un Padre, que en lugar de pedirnos, nos da. En muchas religiones y culturas los hombres han ofrecido sacrificios humanos a sus dioses, e incluso han ofrecido a sus propios hijos; aquí pasa todo lo contrario, aquí, es Dios quien ofrece a su Hijo en sacrificio por amor al hombre. Su amor es un amor sin límites. “¿Acaso olvida una mujer a su niño, sin dolerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas personas se olvidasen, yo jamás te olvidaría” (Is 49,15).
Es un amor que lo abarca todo, un amor eterno, sin límites de tiempo, un amor que no se acaba, un amor siempre estable, un amor que siempre permanece, y más aún, un amor del que nada ni nadie nos puede separar: “...ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios” (Rom 8,38-39).
Su amor, es un amor gratuito y tierno, que no exige nada a cambio, que no busca interés alguno, o acaso ¿Qué puede necesitar Dios del hombre? No hay nada que el hombre pueda hacer para que Dios le ame menos, ni nada que pueda hacer para que Él le ame más. No hay seres a los que Dios ame más que a otros, simplemente hay personas que se dejan amar más que otras. “Cuando Israel era niño lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí: ofrecían sacrificios a los Baales, e incienso a los ídolos. Yo enseñé a caminar a Efraín, tomándole por los brazos, pero ellos no sabían que yo los cuidaba. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer.” (Os 11, 1-4).
María es la obra perfecta del Amor de Dios. Ella como ninguna otra criatura se dejó amar por Él y embellecer con sus gracias. Así mismo, todo consagrado a María, al tenerla a Ella por Madre, debe tener a Dios por Padre amorosísimo y dejarse llenar por su ternura y misericordia.
PRÁCTICA
Escribir, en un clima de oración y reflexión, dos cartas: la primera de sí mismo para Dios, y la segunda, de Dios para mí.
[1] Deus Caritas Est, 1
[2] MONTOYA, Laura. Autobiografía de la Madre Laura de Santa Catalina. 2 ed. Medellín. 1991. P. 42.
[3] Santa Margarita María de Alacoque. [en línea].[consultado 4 jul. 2013]. Disponible en ]http://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm.
[4] SÁLESMAN, P. Eliécer. Historia de un alma. 1 ed. Bogotá. 1999. p 319