Hay una fórmula sublime que resume admirablemente todo lo que deberíamos hacer para escalar a las más altas cumbres de la perfección cristiana. La emplea la Iglesia en el santo sacrificio de la misa y constituye por sí sola uno de sus ritos más augustos: “Por Cristo, con Él y en Él; a ti Dios Padre omnipotente, en la Unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda Gloria, por los siglos de los siglos.”
Esta oración resume la vida cristiana y establece con absoluta claridad que nuestra vida debe ser vivida para la Gloria del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En este orden de ideas, consagrarse a Jesús por María, no sólo no se opone a tributar la gloria debida a Dios, sino que la favorece, tanto más, cuanto que no ha habido criatura alguna que haya honrado tan perfectamente a la Santísima Trinidad como Nuestra Señora.
Sólo a Dios adoramos
«Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto” (Lc 4,8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6,13).» (Catecismo, 2096).
No nos cansaremos de repetir: sólo adoramos a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo… Este culto de adoración es referido al Padre por el Hijo en el Espíritu. En el lenguaje moderno, algunos han identificado -más por ignorancia que por maldad- la palabra “adoración” con la palabra “amor”, con la palabra “gusto”, desfigurando el significado verdadero de la adoración. Así, dicen, por ejemplo, “adoro mi familia”, “adoro mi trabajo”, “adoro mi carrera”, etc., queriendo decir que aman, quieren, gustan de esto. Cualquier persona, con sentido común, entiende que quien lanza estas imprecisas expresiones no está diciendo que consideran a su familia, su trabajo, su carrera profesional como una divinidad a la que se le debe rendir culto de adoración. No obstante, este es un error que debemos evitar, restringiendo la palabra adoración, exclusivamente, al culto dirigido a Dios uno y Trino.
En la Iglesia se tributan diversos tipos de culto. Es importante distinguir uno de otro para no ser inducidos a error:
«El culto de latría (adoración) es propio y exclusivo de Dios. Honrar a los santos con él sería un gravísimo pecado de idolatría. A los santos se les debe el culto de dulía (veneración), y a la Santísima Virgen, por su excelsa dignidad de Madre de Dios, el de hiperdulía (máxima veneración). A san José se le debe el culto de protodulía (primera veneración), o sea el primero entre el propio de los santos.»[1]
¿Qué es adorar a Dios?
Es un acto externo de la virtud de la religión, por el que testimoniamos la reverencia que nos merece la excelencia infinita de Dios y nuestra sumisión ante Él. Aunque de suyo prescinda del cuerpo -también los ángeles adoran- en nosotros, compuestos de espíritu y materia, suele manifestarse corporalmente. Esta adoración exterior es expresión y redundancia de la interior -que es la principal- y sirve para excitar y mantener esta última. Y porque Dios está en todas partes, en todo lugar podemos adorar a Dios interior y exteriormente, si bien el lugar más propio es el templo, porque en él reside Dios especialmente -sobre todo si se guarda en él la Eucaristía- nos aleja y separa del mundanal ruido, hay en él muchos objetos santos que excitan la devoción y nos estimula y alienta la compañía de los demás adoradores.[2]
Sólo a Cristo anunciamos
«La evangelización […] debe contener siempre -como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo- una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios»[3]. Así pues, «en el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros... El fin de la catequesis: “conducir a la comunión con Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos participes de la vida de la Santísima Trinidad”». (Catecismo, 426). Es claro, entonces, que el centro del anuncio cristiano es Jesucristo Nuestro Señor; «se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a Él» (Catecismo, 427).
Pero anunciar a Cristo es predicarlo con todo lo que Él es. ¿Cómo amar a Cristo sin su esposa, la Iglesia (cf. Ef 5,25-27; Mt 16,18)? ¿Cómo adorarle sin su cuerpo eucarístico (cf. Jn 6,55; Mt 26,26)? ¿Cómo pedirle perdón desconociendo los ministros de la reconciliación (cf. 2 Cor 5,18; Jn 20,23)? ¿Cómo decir que le aceptamos si rechazamos a su Madre, regalo que nos dio al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27)? Recibiendo a Cristo, aceptamos a María como regalo suyo y recibiendo a María volvemos a Cristo cuando Ella nos dice: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Es un círculo de amor: vamos “a María por Jesús”, porque Él nos la entrega en la cruz; y vamos “a Jesús por María” porque ella nos enseña a hacer su Voluntad. En definitiva, anunciar a Cristo implica anunciarlo con todo lo que Él es y todo lo que Él nos ha dado.
La consagración nos lleva a adorar y a anunciar a Cristo
La devoción a la santísima Virgen es un medio privilegiado “para hallar a Jesucristo perfectamente, para amarle tiernamente y servirle fielmente”[4]. “Porque no pensaréis jamás en María sin que María, por vosotros, piense en Dios; no alabaréis ni honraréis jamás a María, sin que María alabe y honre a Dios. María es toda relativa a Dios, y me atrevo a llamarla la relación de Dios, pues sólo existe con respecto a él, o el eco de Dios, ya que no dice ni repite otra cosa más que Dios. Si dices María, ella dice Dios. Santa Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, y María, el eco fiel de Dios, exclamó: Mi alma glorifica al Señor. Lo que en esta ocasión hizo María, lo hace todos los días; cuando la alabamos, la amamos, la honramos o nos damos a ella, alabamos a Dios, amamos a Dios, honramos a Dios, nos damos a Dios por María y en María”[5].
María es totalmente Cristocéntrica y por lo tanto, esta consagración también lo es. Como ya dijimos “el fin último de toda devoción debe ser Jesucristo, Salvador del mundo, verdadero Dios y verdadero hombre. De lo contrario, tendríamos una devoción falsa y engañosa.
Jesucristo es el Alfa y la Omega, el principio y fin de todas las cosas. La meta de nuestro misterio -escribe San Pablo- “es que todos juntos nos encontremos unidos en la misma fe... y con eso se logrará el hombre perfecto que, en la madurez de su desarrollo, es la plenitud de Cristo”. (Ef 4, 13).
Efectivamente, sólo en Cristo “permanece toda la plenitud de Dios, en forma corporal” y todas las demás plenitudes de gracia, virtud y perfección. Sólo en Cristo hemos sido beneficiados “con toda clase de bendiciones espirituales”.
“No se ha dado a los hombres sobre la tierra otro Nombre por el cual podamos ser salvados”, sino el de Jesús. (Hch 4, 12).
Dios no nos ha dado otro fundamento de salvación, perfección y gloria, que Jesucristo. Todo edificio que no esté construido sobre la roca firme, se apoya en arena movediza y tarde o temprano caerá infaliblemente.
Quien no esté unido a Cristo como el sarmiento a la vid, caerá, se secará y lo arrojará al fuego. Si en cambio; permanecemos en Jesucristo y Jesucristo en nosotros, se acabó para nosotros la condenación, ni los ángeles del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni criatura alguna podrá hacernos daño, porque nadie podrá separarnos de la caridad de Dios que está en Cristo Jesús.
Por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo lo podemos todo:
Tributar al Padre en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria.
Hacernos perfectos y ser olor de vida eterna para nuestro prójimo.
Por tanto, si establecemos la sólida devoción a la Santísima Virgen es sólo para establecer más perfectamente la de Jesucristo y ofrecer un medio fácil y seguro para encontrar al Señor. Si la devoción a la Santísima Virgen nos apartase de Jesucristo, habría que rechazarla como ilusión diabólica. Pero como ya he demostrado y volveré a demostrarlo más adelante sucede todo lo contrario. Esta devoción nos es necesaria para hallar perfectamente a Jesucristo, amarlo con ternura y servirlo con fidelidad.”[6]
La Virgen María, una criatura
Aunque profundamente enamorado de Ella, san Luis de Montfort deja claro que Nuestra Señora es una criatura, y nunca la toma como una divinidad:
“Confieso con toda la Iglesia que siendo María una simple criatura salida de las manos del Altísimo, comparada con la Majestad infinita, es menos que un átomo o, mejor, es nada, porque sólo Él es el que Es […] Por consiguiente, este poderoso Señor, siempre independiente y suficiente a Sí mismo, no tiene ni ha tenido absoluta necesidad de la Virgen María para realizar su voluntad y manifestar su gloria. Le bastaría querer para hacerlo todo.
Afirmo, sin embargo, que -dadas las cosas como son- habiendo querido Dios comenzar y culminar sus mayores obras por medio de la Santísima Virgen desde que la formó, es de creer que no cambiará jamás de proceder: es Dios y no cambia ni en sus sentimientos ni en su manera de obrar.”[7]
Es esta, una devoción completamente Cristocéntrica puesto que su intención no es otra que “hacer de ti un verdadero devoto de María y un auténtico discípulo de Jesucristo”[8]. A través de esta consagración, nos unimos a la oración de san Luis de Montfort diciendo: “¡Señor, para que venga tu reino, venga el reino de María!”[9]
PRÁCTICA
Regalar 10 estampitas del Sagrado Corazón de Jesús a diferentes personas.
[1] ROYO, Antonio. Teología de la perfección cristiana. 9na. Ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 2001. P. 633.
[2] Ibíd., P. 563.
[3] Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, 27.
[4] Tratado de la Verdadera Devoción, n. 62.
[5] Ibíd., n. 225.
[6] Ibíd., nn. 61-62.
[7] Ibíd., nn. 14-15.
[8] Ibíd., n. 111.
[9] Ibíd., n. 217.