Toda acción de Dios es «obra común de las tres personas divinas» (Catecismo, 258). Lo mismo acontece con el misterio de la Encarnación, es decir, con el hecho de que el Verbo eterno, se haga hombre. San Luis de Montfort describe la Encarnación imaginándose una reunión de la Santísima Trinidad: el Padre, el Verbo (la Sabiduría Eterna) y el Espíritu Santo, después del pecado de nuestros primeros padres:
“Paréceme ver -por decirlo así- a esta amable Soberana [la Sabiduría eterna] convocando y reuniendo […] a la Santísima Trinidad para decidir la restauración del hombre […]
Me parece oír a la Sabiduría [que dice dirigiéndose al Padre], que en la causa del hombre reconoce que realmente éste y su posteridad merecen ser condenados eternamente con los ángeles rebeldes a causa de su pecado. Pero que es preciso compadecerse de él, porque su pecado obedece más a debilidad e ignorancia que a malicia. Observa, por una parte, que es gran lástima que una obra maestra tan bien lograda permanezca para siempre esclavizada al enemigo y que millones de hombres se vean para siempre condenados por el pecado de uno solo. Muestra, por otra parte, los tronos vacíos del cielo por la caída de los ángeles apóstatas, y que sería bien llenar de nuevo.
E indica la gloria inmensa que Dios recibiría en el tiempo y la eternidad si se salva al hombre. […] Viendo la Sabiduría eterna que nadie en el universo era capaz de expiar el pecado del hombre, satisfacer a la justicia y aplacar la ira divina, y queriendo al mismo tiempo salvar al desventurado, a quien amaba por naturaleza, halla un medio admirable.
¡Proceder asombroso! ¡Amor incomprensible llevado hasta el extremo! La amable y soberana Princesa [la Sabiduría eterna] se ofrece ella misma en holocausto al Padre para satisfacer su justicia, aplacar su cólera, liberarnos de la esclavitud del demonio y de las llamas del infierno y merecernos una eternidad feliz.
Su oferta es aceptada; la decisión, tomada y decretada: la Sabiduría eterna, es decir, el Hijo de Dios, se hará hombre en el momento oportuno y en las circunstancias señaladas.”[1]
Así pues, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gál 4,4-5).
«He aquí “la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1): Dios ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1,68), ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (cf. Lc 1, 55); lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su “Hijo amado” (Mc 1,11).
Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha “salido de Dios” (Jn 13,3), “bajó del cielo” (Jn 3,13; 6,33), “ha venido en carne” (1 Jn 4,2), porque “la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1,14.16).» (Catecismo, 422-423).
¿Para qué se encarnó el Verbo?[2]
Para salvarnos reconciliándonos con Dios. (1 Jn 3,5; 4, 10.14).
Para que nosotros conociésemos así el amor de Dios (1 Jn 4,9; Jn 3,16).
Para ser nuestro modelo de santidad (Mt 11,29; Jn 14,6; Mc 9, 7; Jn 15, 12).
Para hacernos “participes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4).
La fe en la encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1 Jn 4, 2).
Consecuencias de la Encarnación
‘Jesús’ quiere decir en hebreo: “Dios salva”. ‘Cristo’ viene de la traducción griega del término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”. Al verbo encarnado se le llama Jesucristo.
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre: Es decir, tiene dos naturalezas (humana y Divina), aunque es una sola persona Divina. (Catecismo, 464-469).
Jesucristo tiene dos voluntades: La voluntad humana de Cristo “sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta voluntad omnipotente.” (Catecismo, 475).
Jesucristo es el Mesías: Como ya se dijo, Jesús es el “Cristo” (el Mesías), es decir, el “ungido”: en el pueblo de Israel se ungía a los reyes (cf. 1 Sam 4,16), a los sacerdotes (cf. Ex 29,7) y a los profetas (cf. 1 Rey 19,16). De allí recibimos el nombre de cristianos, pues somos “ungidos” en el bautismo. (Catecismo, 436-440).
Jesucristo es Hijo de Dios: Es el “Hijo Único de Dios” en cuanto es “de la misma naturaleza del Padre”. Esto es lógico, si yo, que soy humano, tengo un hijo, mi hijo es humano, pues le comunico mi naturaleza. Dios Padre tiene un Hijo, por consiguiente ese Hijo también es Dios. Todos nosotros somos hijos adoptivos (1 Jn 3,1). (Catecismo, 441-445).
Jesucristo es el Señor: El término griego “Kyrios” traduce “Señor”. Así era como se le decía a Dios en el Antiguo Testamento. Jesús es el Señor; así se le reconoce continuamente en las Escrituras (cf. Mt 8,2; 14,30; 15,22; Jn 20,28; 21,27). (Catecismo, 446-451).
La Anunciación
El misterio de la encarnación se realiza en la anunciación del Ángel Gabriel a la Santísima Virgen María que aparece descrito en Lc 1,26-38:
Al sexto mes envió Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
Y, entrando, le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se conturbó por estas palabras y se preguntaba qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.”
María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez y este es ya el sexto mes de la que se decía que era estéril, porque no hay nada imposible para Dios.”
Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel, dejándola, se fue.
«La anunciación a María inaugura la plenitud de “los tiempos” (Gál 4,4), es decir el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2,9). La respuesta divina a su “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35).» (Catecismo, 484).
La elección divina respeta la libertad de Santa María, pues «el Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida» (Catecismo, 488). Por eso, desde muy antiguo, los Padres de la Iglesia han visto en María la Nueva Eva.
San Bernardo, describe muy vivamente el momento de la respuesta de María al Ángel, y se sitúa él mismo en ese momento, en nombre de la humanidad perdida, suplicando el sí de María:
«Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el Ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia.
Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida.
Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David, con todos los santos antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo todo, postrado a tus pies.
Y no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje.
Da pronto tu respuesta. Responde presto al Ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del Ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna.
¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.
Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.
Aquí está -dice la Virgen- la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»[3]
La Encarnación clave para entender la Consagración
“San Luis María contempla todos los misterios a partir de la Encarnación, que se realizó en el momento de la Anunciación.”[4]
«Se anonada la razón humana, si reflexiona seriamente en la conducta de la Sabiduría encarnada, que no quiso -aunque hubiera podido hacerlo- entregarse directamente a los hombres, sino que prefirió comunicárseles por medio de la Santísima Virgen, ni quiso venir al mundo a la edad del varón perfecto, independiente de los demás, sino como niño pequeño y débil, necesitado de los cuidados y asistencia de una Madre.
Esta sabiduría infinita, inmensamente deseosa de glorificar a Dios, su Padre y salvar a los hombres, no encontró medio más perfecto y corto para realizar sus anhelos que someterse en todo a la Santísima Virgen, no solo durante los ocho o quince primeros años de su vida como los demás niños sino durante treinta años. ¡Y durante este tiempo de sumisión y dependencia glorificó más al Padre que si hubiera empleado esos años en hacer milagros, predicar por toda la tierra y convertir a todos los hombres! ¡Oh! ¡Cuán altamente glorifica a Dios, quien, a ejemplo de Jesucristo, se somete a María!
Teniendo, pues, ante los ojos ejemplo tan claro y universalmente conocido, ¿seríamos tan insensatos que esperemos hallar medio más eficaz y rápido para glorificar a Dios que no sea el someternos a María a imitación de su Hijo divino?»[5]
Veinticinco de marzo, día del Consagrado
«Los que abracen esta devoción (la Consagración), profesarán singular devoción al gran misterio de la Encarnación del Verbo, el 25 de marzo. Este es, en efecto, el misterio propio de esta devoción, puesto que ha sido inspirada por el Espíritu Santo:
Para honrar e imitar la dependencia inefable que Dios Hijo quiso tener respecto a María para gloria del Padre y para nuestra salvación. Dependencia que se manifiesta de modo especial en este misterio en el que Jesucristo se hace prisionero y esclavo en el seno de la excelsa María, en donde depende de Ella en todo y para todo.
Para agradecer a Dios las gracias incomparables que otorgó a María y especialmente el haberla escogido por su dignísima Madre: elección realizada precisamente en este misterio.
Estos dos son los fines principales de la esclavitud a Jesús en María.
Observa que digo ordinariamente: el esclavo de Jesús en María. En verdad se puede decir, como muchos lo han hecho hasta ahora: el esclavo de María, la esclavitud de la Santísima Virgen. Pero creo que es preferible decir: el esclavo de Jesús en María, como lo aconsejaba M. Tronson, Superior General del Seminario de San Suplicio, renombrado por su rara prudencia y su consumada piedad, aun clérigo que le consultó sobre este particular.
Las razones son éstas:
Vivimos en un siglo de orgullosos, en el que gran número de sabios engreídos, presumidos y críticos hallan siempre algo que censurar hasta en las prácticas de piedad mejor fundadas y más sólidas. Por tanto, a fin de no darles ocasión de crítica, vale más decir: la esclavitud de Jesucristo en María y llamarse esclavo de Jesucristo que esclavo de María, tomando el nombre de esta devoción preferiblemente de su fin último, que es Jesucristo, y no del camino y medio para llegar a la meta, que es María. Sin embargo, se puede, en verdad, emplear una y otra expresión, como yo lo hago.
El principal misterio que se honra y celebra en esta devoción es el misterio de la Encarnación. En él Jesucristo se halla presente y encarnado en su seno. Por ello, es mejor decir la esclavitud de Jesús en María, de Jesús que reside y reina en María, según aquella hermosa plegaria de tantas y tan grandes almas: “¡Oh Jesús, que vives en María, ven a vivir en nosotros con tu espíritu de santidad, con la plenitud de tu poder, con la perfección de tus caminos, con la comunión de tus misterios!” ¡Domina en nosotros sobre todo poder enemigo, con tu Espíritu Santo, para la gloria del Padre! Amén”.
Esta manera de hablar manifiesta mejor la unión íntima que hay entre Jesús y María. Ellos se hallan íntimamente unidos, que el uno está totalmente en el otro: Jesús está todo en María y María toda en Jesús, o mejor, no vive Ella sino Jesús en Ella. Antes separaríamos la luz del sol que a María de Jesús. De suerte que al Señor se le puede llamar Jesús de María y a la Santísima Virgen, María de Jesús.
El tiempo no me permite detenerme aquí para explicar las excelencias y grandezas del misterio de Jesús que vive y reina en María, es decir, de la Encarnación del Verbo. Me contentaré con decir en dos palabras:
Que este es el primer misterio de Jesucristo, el más oculto, el más elevado y menos conocido.
Que en este misterio, Jesús en el seno de María -al que por ello denominan los santos la sala de los secretos de Dios- escogió de acuerdo con Ella a todos los elegidos.
Que en este misterio realizó ya todos los demás misterios de su vida, por la aceptación que hizo de ellos: “Por eso, al entrar Cristo al mundo dice: “Mira, aquí vengo; aquí estoy para cumplir tu voluntad” (Heb 10,5-9).
Que este misterio es, por consiguiente, el compendio de todos los misterios de Cristo y encierra la voluntad y gracia de todos ellos.
Y, por último, que este misterio es el trono de la misericordia, generosidad y gloria de Dios.
Es el trono de la misericordia divina para con nosotros, porque no podemos acercarnos a Jesús sino por María, no podemos ver ni hablar a Jesús sino por María.
Es el trono de la generosidad, porque mientras Jesús, nuevo Adán, permanece en María -su verdadero paraíso terrestre- realizó en él ocultamente tantas maravillas, que ni los ángeles ni los hombres alcanzan a comprenderlas; por ello, los santos llaman a María la magnificencia de Dios como si Dios sólo fuera magnifico en María.
Es el trono de gloria que Jesús tributa al Padre, porque:
En María aplacó Él perfectamente a su Padre irritado contra los hombres.
En Ella reparó perfectamente la gloria que el pecado le había arrebatado.
En Ella, por el holocausto que ofreció de su voluntad y de sí mismo, dio al Padre más gloria que la que le habían dado todos los sacrificios de la Ley antigua.
Y, finalmente, en Ella le dio una gloria infinita, que jamás había recibido del hombre.»[6]
PRÁCTICA
Visitar un hogar de niños abandonados y llevarles ayuda tanto espiritual como material. Esta actividad puede ser programada por el preparador de la consagración para hacerla de manera grupal, o también puede hacerse de forma individual.
[1] Amor a la Sabiduría Eterna, nn. 42-46.
[2] Catecismo, 456-460.463.
[3] De las Homilías de San Bernardo, Abad, sobre las excelencias de la Virgen Madre (Homilía 4, 8-9: Opera Omnia, Edición Cisterciense, 4 [1966] 53-54).
[4] Carta del Papa Juan Pablo II a la familia Montfortiana, 2003.
[5] Tratado de la Verdadera Devoción, n. 139.
[6] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 243-248.