Era la fiesta de la Anunciación… Cuando llegué a la Iglesia un poco atrasada, el señor Arzobispo y los sacerdotes ya estaban saliendo al presbiterio. Dijo la Virgen con aquella voz tan suave y femenina que a una le endulza el alma: “Hoy es un día de aprendizaje para ti y quiero que prestes mucha atención, porque de lo que seas testigo hoy, todo lo que vivas en este día, tendrás que participarlo a la humanidad”. Me quedé sobrecogida sin entender pero procurando estar muy atenta. Lo primero que percibí es que había un coro de voces muy hermosas que cantaban como si estuviesen lejos, a momentos se acercaba y luego se alejaba la música como con el sonido del viento.
El señor Arzobispo empezó la Santa Misa, y al llegar a la Oración Penitencial, dijo la Santísima Virgen: “Desde el fondo de tu corazón, pide perdón al Señor por todas tus culpas, por haberlo ofendido, así podrás participar dignamente de este privilegio que es asistir a la Santa Misa.”
Seguramente que por una fracción de segundo pensé: “Pero si estoy en Gracia de Dios, me acabo de confesar anoche”.
Ella contestó: “¿Y tú crees que desde anoche no has ofendido al Señor? Déjame que Yo te recuerde algunas cosas. Cuando salías para venir aquí, la muchacha que te ayuda se acercó para pedirte algo y como estabas con retraso, a la apurada, le contestaste no de muy buena forma. Eso ha sido una falta de caridad de tu parte y dices no haber ofendido a Dios...?” “En el último momento llegas, cuando ya la procesión de los celebrantes está saliendo para celebrar la Misa...y vas a participar de ella sin una previa preparación...”
Ya, Madre Mía, ya no me digas más, no me recuerdes más cosas porque me voy a morir de pesar y vergüenza- contesté.
“¿Por qué tienen que llegar en el último momento? Ustedes deberían estar antes para poder hacer una oración y pedir al Señor que envíe Su Santo Espíritu, que les otorgue un espíritu de paz que eche fuera el espíritu del mundo, las preocupaciones, los problemas y las distracciones para ser capaces de vivir este momento tan sagrado. Es el Milagro más grande, van a vivir el momento de regalo más grande de parte del Altísimo y no lo saben apreciar”. Era bastante. Me sentía tan mal que tuve más que suficiente para pedir perdón a Dios.
Era día de Fiesta y debía recitarse el Gloria. Dijo nuestra Señora: “Glorifica y bendice con todo tu amor a la Santísima Trinidad en tu reconocimiento como criatura Suya”:
Qué distinto fue aquel Gloria. De pronto me veía en un lugar lejano, lleno de luz ante la Presencia Majestuosa del Trono de Dios, y con cuánto amor fui agradeciendo al repetir: “Por tu inmensa Gloria Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos, Te damos gracias, Señor, Dios Rey celestial, Dios Padre Todopoderoso y evoqué el rostro paternal del Padre lleno de bondad... Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, Tú que quitas el pecado del mundo...” Y Jesús estaba delante de mí, con ese rostro lleno de ternura y Misericordia: “...porque sólo Tú eres Dios, sólo Tú, Altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo...” el Dios del Amor hermoso, Aquel que en ese momento estremecía todo mi ser...
Llegó el momento de la Liturgia de la Palabra y la Virgen me dijo “quiero que estés atenta a las lecturas y a toda la homilía del sacerdote. Recuerda que la Biblia dice que la Palabra de Dios no vuelve sin haber dado fruto. Si tú estás atenta, va a quedar algo en ti de todo lo que escuches. Debes tratar de recordar todo el día esas Palabras que dejaron huella en ti... paladear el resto del día y eso hará carne en ti porque esa es la forma de transformar la vida”. Nuevamente agradecí a Dios por darme la oportunidad de escuchar Su Palabra y le pedí perdón por haber tenido el corazón tan duro por tantos años y haber enseñado a mis hijos que debían ir a Misa los domingos, porque así lo mandaba la Iglesia, no por amor, por necesidad de llenarse de Dios...
Un momento después llegó el Ofertorio y la Santísima Virgen dijo “Reza así: (y yo la seguía) Señor, te ofrezco todo lo que soy, lo que tengo, lo que puedo, todo lo pongo en Tus manos. Te pido por mi familia, por mis bienhechores, por cada miembro de nuestro Apostolado, por todas las personas que nos combaten, por aquellos que se encomiendan a mis pobres oraciones... Así oraban los santos, así quiero que lo hagan”.
De pronto empezaron a ponerse de pie unas figuras que no había visto antes. Era como si del lado de cada persona que estaba en la Catedral, saliera otra persona y aquello se llenó de unos personajes jóvenes, hermosos. Iban vestidos con túnicas muy blancas y fueron saliendo hasta el pasillo central dirigiéndose hacia el Altar.
Dijo nuestra Madre: “Observa, son los Ángeles de la Guarda de cada una de las personas que está aquí. Es el momento en que su Ángel de la Guarda lleva sus ofrendas y peticiones ante el Altar del Señor.”
En aquel momento, estaba completamente asombrada, porque esos seres tenían rostros tan hermosos, tan radiantes como no puede uno imaginarse. Lucían unos rostros muy bellos, casi femeninos, sin embargo la complexión de su cuerpo, sus manos, su estatura era de hombre. Los pies desnudos no pisaban el suelo, sino que iban como deslizándose, como resbalando. Aquella procesión era muy hermosa.
Algunos de ellos tenían como una fuente de oro con algo que brillaba mucho con una luz blanca-dorada, dijo la Virgen: -“Son los Ángeles de la Guarda de las personas que están ofreciendo esta Santa Misa por muchas intenciones, aquellas personas que están conscientes de lo que significa esta celebración, aquellas que tienen algo que ofrecer al Señor...Ofrezcan en este momento... ofrezcan sus penas, sus dolores, sus ilusiones, sus tristezas, sus alegrías, sus peticiones. Recuerden que la Misa tiene un valor infinito por lo tanto, sean generosos en ofrecer y en pedir.”
Detrás de los primeros Ángeles venían otros que no tenían nada en las manos, las llevaban vacías. Dijo la Virgen: -“Son los Ángeles de las personas que estando aquí, no ofrecen nunca nada, que no tienen interés en vivir cada momento litúrgico de la Misa y no tienen ofrecimientos que llevar ante el Altar del Señor.”
En último lugar iban otros Ángeles que estaban medio tristones, con las manos juntas en oración pero con la mirada baja. -“Son los Ángeles de la Guarda de las personas que estando aquí, no están, es decir, de las personas que han venido forzadas, que han venido por compromiso, pero sin ningún deseo de participar de la Santa Misa y los Ángeles van tristes porque no tienen qué llevar ante el Altar, salvo sus propias oraciones.”
Aquel espectáculo, aquella procesión era tan hermosa que difícilmente podría compararse a otra. Todas aquellas criaturas celestiales haciendo una reverencia ante el Altar, unas dejando su ofrenda en el suelo, otras postrándose de rodillas con la frente casi en el suelo y luego que llegaban allá desaparecían a mi vista.
Llegó el momento final del Prefacio y cuando la asamblea decía: “Santo, Santo, Santo” de pronto, todo lo que estaba detrás de los celebrantes desapareció. Del lado izquierdo del señor Arzobispo hacia atrás en forma diagonal aparecieron miles de Ángeles, pequeños, Ángeles grandes, Ángeles con alas inmensas, Ángeles con alas pequeñas, Ángeles sin alas, como los anteriores; todos vestidos con unas túnicas como las albas blancas de los sacerdotes o los monaguillos. Todos se arrodillaban con las manos unidas en oración y en reverencia inclinaban la cabeza. Se escuchaba una música preciosa, como si fueran muchísimos coros con distintas voces y todos decían al unísono junto con el pueblo: Santo, Santo, Santo…
Había llegado el momento de la Consagración, el momento del más maravilloso de los Milagros... Del lado derecho del Arzobispo hacia atrás en forma también diagonal, una multitud de personas, iban vestidas con la misma túnica pero en colores pastel: rosa, verde, celeste, lila, amarillo; en fin, de distintos colores muy suaves. Sus rostros también eran brillantes, llenos de gozo, parecían tener todos la misma edad. Se podía apreciar (y no puedo decirlo por qué) que había gente de distintas edades, pero todos parecían igual en las caras, sin arrugas, felices. Todos se arrodillaban también ante el canto de “Santo, Santo, Santo, es el Señor...”
Dijo nuestra Señora: -“Son todos los Santos y Bienaventurados del cielo y entre ellos, también están las almas de los familiares de ustedes que gozan ya de la Presencia de Dios.” Entonces la vi. Allá justamente a la derecha del señor Arzobispo... un paso detrás del celebrante, estaba un poco suspendida del suelo, arrodillada sobre unas telas muy finas, transparentes pero a la vez luminosas, como agua cristalina, la Santísima Virgen, con las manos unidas, mirando atenta y respetuosamente al celebrante. Me hablaba desde allá, pero silenciosamente, directamente al corazón, sin mirarme.
-“¿Te llama la atención verme un poco más atrás de Monseñor, verdad?. Así debe ser... Con todo lo que me ama mi Hijo, no me Ha dado la dignidad que da a un sacerdote de poder traerlo entre Mis manos diariamente, como lo hacen las manos sacerdotales. Por ello siento tan profundo respeto por un sacerdote y por todo el milagro que Dios realiza a través suyo, que me obliga a arrodillarme aquí.” ¡Dios mío, cuánta dignidad, cuánta gracia derrama el Señor sobre las almas sacerdotales y ni nosotros, ni tal vez muchos de ellos estamos conscientes!
Delante del altar, empezaron a salir unas sombras de personas en color gris que levantaban las manos hacia arriba. Dijo la Virgen Santísima: “Son las almas benditas del Purgatorio que están a la espera de las oraciones de ustedes para refrescarse. No dejen de rezar por ellas. Piden por ustedes, pero no pueden pedir por ellas mismas, son ustedes quienes tienen que pedir por ellas para ayudarlas a salir para encontrarse con Dios y gozar de Él eternamente.”
-“Ya lo ves, aquí Estoy todo el tiempo... La gente hace peregrinaciones y busca los lugares de Mis apariciones, y está bien por todas las gracias que allá se reciben, pero en ninguna aparición, en ninguna parte estoy más tiempo presente que en la Santa Misa. Al pie del Altar donde se celebra la Eucaristía, siempre Me van a encontrar; al pie del Sagrario permanezco yo con los Ángeles, porque Estoy siempre con Él.”
El celebrante dijo las palabras de la “Consagración”. Era una persona de estatura normal, pero de pronto empezó a crecer, a volverse lleno de luz, una luz sobrenatural entre blanca y dorada lo envolvía y se hacía muy fuerte en la parte del rostro, de modo que no podía ver sus rasgos. Cuando levantaba la forma vi sus manos y tenían unas marcas en el dorso de las cuales salía mucha luz. ¡Era Jesús!... Era Él que con Su Cuerpo envolvía el del celebrante como si rodeara amorosamente las manos del señor Arzobispo. En ese momento la Hostia comenzó a crecer y crecer enorme y en ella, el Rostro maravilloso de Jesús mirando hacia Su pueblo.
Por instinto quise bajar la cabeza y dijo nuestra Señora: “No agaches la mirada, levanta la vista, contémplalo, cruza tu mirada con la Suya y repite la oración de Fátima: Señor, yo creo, adoro, espero y Te amo, Te pido perdón por aquellos que no creen, no adoran, no esperan y no Te aman. Perdón y Misericordia... Ahora dile cuánto lo amas, rinde tu homenaje al Rey de Reyes.”
Se lo dije, parecía que sólo a mí me miraba desde la enorme Hostia, pero supe que así contemplaba a cada persona, lleno de amor... Luego bajé la cabeza hasta tener la frente en el suelo, como hacían todos los Ángeles y bienaventurados del Cielo. Por fracción de un segundo tal vez, pensé qué era aquello que Jesús tomaba el cuerpo del celebrante y al mismo tiempo estaba en la Hostia que al bajarla el celebrante se volvía nuevamente pequeña. Tenía yo las mejillas llenas de lágrimas, no podía salir de mi asombro.
Inmediatamente Monseñor dijo las palabras consagratorias del vino y junto a sus palabras, empezaron unos relámpagos en el cielo y en el fondo. No había techo de la Iglesia ni paredes, estaba todo oscuro solamente aquella luz brillante en el Altar.
De pronto suspendido en el aire, vi a Jesús, crucificado, de la cabeza a la parte baja del pecho. El tronco transversal de la cruz estaba sostenido por unas manos grandes, fuertes. De en medio de aquel resplandor se desprendió una lucecita como de una paloma muy pequeña muy brillante, dio una vuelta velozmente toda la Iglesia y se fue a posar en el hombro izquierdo del señor Arzobispo que seguía siendo Jesús, porque podía distinguir Su melena y Sus llagas luminosas, Su cuerpo grande, pero no veía Su Rostro.
Arriba, Jesús crucificado, estaba con el rostro caído sobre el lado derecho del hombro Podía contemplar el rostro y los brazos golpeados y descarnados. En el costado derecho tenía una herida en el pecho y salía a borbotones, hacia la izquierda sangre y hacia la derecha, pienso que agua pero muy brillante; más bien eran chorros de luz que iban dirigiéndose hacia los fieles moviéndose a derecha e izquierda. ¡Me asombraba la cantidad de sangre que fluía hacia el Cáliz. Pensé que iba a rebalsar y manchar todo el Altar, pero no cayó una sola gota!
Dijo la Virgen en ese momento: “Este es el milagro de los milagros, te lo he repetido, para el Señor no existe ni tiempo ni distancia y en el momento de la consagración, toda la asamblea es trasladada al pie del Calvario en el instante de la crucifixión de Jesús.
Cuando íbamos a rezar el Padrenuestro, habló el Señor por primera vez durante la celebración y dijo: “Aguarda, quiero que ores con la mayor profundidad que seas capaz y que en este momento, traigas a tu memoria a la persona o a las personas que más daño te hayan ocasionado durante tu vida, para que las abraces junto a tu pecho y les digas de todo corazón: “En el Nombre de Jesús yo te perdono y te deseo la paz.
El celebrante decía: “concédenos la paz y la unidad... y luego: la paz del Señor esté con todos ustedes...”
Llegó el momento de la comunión de los celebrantes, ahí volví a notar la presencia de todos los sacerdotes junto a Monseñor. Cuando él comulgaba, dijo la Virgen:“Este es el momento de pedir por el celebrante y los sacerdotes que lo acompañan, repite junto a Mí: Señor, bendícelos, santifícalos, ayúdalos, purifícalos, ámalos, cuídalos, sostenlos con Tu Amor... Recuerden a todos los sacerdotes del mundo, oren por todas las almas consagradas...”
Empezó la gente a salir de sus bancas para ir a comulgar. Había llegado el gran momento del encuentro, de la “Comunión”, el Señor me dijo: “Espera un momento, quiero que observes algo...” por un impulso interior levanté la vista hacia la persona que iba a recibir la comunión en la lengua de manos del sacerdote. Cuando el sacerdote colocaba la Sagrada Forma sobre su lengua, como un flash de luz, aquella luz muy dorada-blanca atravesó a esta persona por la espalda primero y luego fue bordeándola en la espalda, los hombros y la cabeza. Dijo el Señor: “¡Así es como yo me complazco en abrazar a un alma que viene con el corazón limpio a recibirme!”
Cuando me dirigía a recibir la comunión Jesús repetía: - “La última cena fue el momento de mayor intimidad con los Míos. En esa hora del amor, instauré lo que ante los ojos de los hombres podría ser la mayor locura, hacerme prisionero del Amor. Instauré la Eucaristía. Quise permanecer con ustedes hasta la consumación de los siglos, porque Mi Amor no podía soportar que quedaran huérfanos aquellos a quienes amaba más que a Mi vida...”
Recibí aquella Hostia, que tenía un sabor distinto, era una mezcla de sangre e incienso que me inundó entera. Sentía tanto amor que las lágrimas me corrían sin poder detenerlas...
Cuando llegué a mi asiento, al arrodillarme dijo el Señor: -“Escucha...” Y en un momento comencé a escuchar dentro de mí las oraciones de una señora que estaba sentada delante de mí y que acababa de comulgar.
Lo que ella decía sin abrir la boca era más o menos así: “Señor, acuérdate que estamos a fin de mes y que no tengo el dinero para pagar la renta, la cuota del auto, los colegios de los chicos, tienes que hacer algo para ayudarme... Por favor, haz que mi marido deje de beber tanto, no puedo soportar más sus borracheras y mi hijo menor, va a perder el año otra vez si no lo ayudas, tiene exámenes esta semana. Y no te olvides de la vecina que debe mudarse de casa, que lo haga de una vez porque ya no la puedo aguantar... etc., etc.
De pronto el señor Arzobispo dijo: “Oremos” y obviamente toda la asamblea se puso de pie para la oración final. Jesús dijo con un tono triste: -“¿Te has dado cuenta? Ni una sola vez me ha dicho que me ama, ni una sola vez ha agradecido el don que yo le he hecho de bajar mi divinidad hasta su pobre humanidad, para elevarla hacia mí. Ni una sola vez ha dicho: gracias, Señor. Ha sido una letanía de pedidos... y así son casi todos los que vienen a recibirme.”
Cuando el celebrante iba a impartir la bendición, la Santísima Virgen dijo: “Atenta, cuidado... Ustedes hacen un garabato en lugar de la señal de la Cruz. Recuerda que esta bendición puede ser la última que recibas en tu vida, de manos de un sacerdote. Tú no sabes si saliendo de aquí vas a morir o no y no sabes si vas a tener la oportunidad de que otro sacerdote te de una bendición. Esas manos consagradas te están dando la bendición en el Nombre de la Santísima Trinidad, por lo tanto, haz la señal de la Cruz con respeto y como si fuera la última de tu vida.”
Jesús me pidió que me quedara con Él unos minutos más luego de terminada la Misa. Dijo:
“No salgan a la carrera terminada la Misa, quédense un momento en mi Compañía, disfruten de ella y déjenme disfrutar de la de ustedes...”
Había oído a alguien de niña decir que el Señor permanecía en nosotros como 5 o 10 minutos luego de la comunión. Se lo pregunté en ese momento:
- Señor, verdaderamente, ¿cuánto tiempo te quedas luego de la comunión con nosotros?
Supongo que el Señor se debió reír de mi tontera porque contestó:
“Todo el tiempo que tú quieras tenerme contigo. Si me hablas todo el día, dedicándome unas palabras durante tus quehaceres, te escucharé. Yo estoy siempre con ustedes, son ustedes los que Me dejan a Mí. Salen de la Misa y se acabó el día de guardar, cumplieron con el día del Señor y se acabó, no piensan que Me gustaría compartir su vida familiar con ustedes, al menos ese día.”