Para lograr la purificación del alma, vaciarla del espíritu del mundo y librarla del pecado, es necesario, además de combatir el mundo, ir contra la raíz misma del pecado que está en cada hombre y que se conoce como la triple concupiscencia.
Como lo vimos en la anterior lección, los enemigos espirituales del hombre son el mundo, el demonio y la carne o concupiscencia. Esta última “es un enemigo interior, que llevamos siempre con nosotros mismos; el mundo y el demonio son enemigos exteriores que avivan el fuego de la concupiscencia”.
La concupiscencia es la inclinación al mal que quedó en el hombre como consecuencia del pecado original. El apóstol San Juan hace referencia a ella: “porque todo cuanto hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida- no viene del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2,16). Así pues, la concupiscencia de la carne es la inclinación desordenada al placer, la concupiscencia de los ojos es la inclinación desordenada a las riquezas y la soberbia de la vida es la inclinación desordenada del amor propio, que lleva al hombre a considerarse dios de sí mismo.
En estas tres lecciones consecutivas nos dedicaremos a profundizar en cada una de ellas. Empezaremos, pues, por la soberbia, debido a que ésta es la raíz de los demás pecados: “San Gregorio Magno distingue los siete pecados capitales, todos los cuales, dice, proceden de la soberbia. También Santo Tomás los reduce a la soberbia...”[2]
El hombre posee un apetito natural de excelencia
Hay que decir de entrada, que el hombre debe buscar la excelencia en todo cuanto hace (de hecho, este es un apetito natural puesto por Dios en el hombre): en su estudio, trabajo, familia, y en fin, en todos los ámbitos en que se desenvuelve. Dios quiere que el hombre alcance la perfección en todo y para ello lo dotó de múltiples dones, virtudes y capacidades, que el hombre debe reconocer en sí mismo y dar gracias a su Creador por ello.
Con el pecado original se desordenó
Con el pecado original este apetito de excelencia se desordenó en el hombre llevándolo a creer que se basta a sí mismo, que no necesita de Dios, que todo cuanto tiene es por mérito propio. Esto lo ha llevado a buscar obsesivamente la excelencia por la excelencia, como un fin en sí misma y sólo para darse gloria. Es decir, el hombre quiere arrebatarle la gloria a Dios y quedarse con ella. Así, podemos decir, con el extraordinario teólogo Adolphe Tanquerey, que la soberbia es:
“Un amor desordenado de sí mismo, por el cual el hombre se estima, explícita o implícitamente, como si él fuera su primer principio y su último fin”[3].
Continúa Tanquerey advirtiendo cómo la soberbia lleva a muchos a negar a Dios como su primer principio, unos negando su existencia, no admitiendo haber salido de las manos de un Creador -caso de los ateos-; otros, simplemente, no se quieren someter a su autoridad - como el caso del demonio-, quieren ser autónomos y definir por sí mismos lo que está bien y lo que está mal -caso de nuestros primeros padres-. Otros, de manera más solapada, caen en este mismo pecado, comportándose como si las capacidades, dones y virtudes que poseen fueran enteramente suyos. La soberbia, también conduce al hombre, a negar a Dios como su fin último, porque le lleva a realizar cada una de sus obras para dar gloria a sí mismo y no a su Señor, deseando ser alabado como si éstas proviniesen enteramente de sí.
Jesús con ningún pecado fue tan duro
Jesús acogió a pecadores, a publicanos y prostitutas, comió con ellos, y los hizo amigos y discípulos suyos; sin embargo, vemos en el Evangelio cómo trataba con dureza a los escribas y fariseos: “Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas... sepulcros blanqueados... serpientes, raza de víboras” (Mt 23,13), nos parece sorprendente cómo Jesús, que nos trae la Buena Nueva del amor y la misericordia de Dios, pueda hablarles de tal manera; ¿acaso no eran ellos los más observantes de la ley? ¿Acaso no pertenecían al pueblo elegido? Había una sólo razón para que Jesús reaccionara de tal manera frente a ellos: la soberbia y obstinación que había en sus corazones, hasta el punto de creerse santos y ya salvados. Él nunca rechazó a un pecador, pero sí a los soberbios: “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (Sant 4,6), “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52), “porque todo el que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado” (Lc 14,11). La soberbia es un pecado tan grave ante Dios - pues es querer ocupar el lugar de Dios mismo- que hizo de ángeles, demonios; tal fue el caso de Satanás.
Muchas veces tendemos a confundir la humildad con la pobreza, y creemos que los únicos soberbios son los ricos. También, muchos de nosotros nos creemos humildes, simplemente, porque no somos vanidosos o arrogantes o porque no alardeamos de lo que tenemos. Sin embargo, hay que decir que la soberbia se manifiesta de múltiples maneras y es solapada, es decir, se esconde, y muchos de los que la padecen ni siquiera lo advierten. Por ello, es necesario hacer un intento de descripción del espíritu soberbio para examinarnos al respecto:
a) El soberbio es egoísta
Egocéntrico: “primero yo, segundo yo, tercero yo...”
Siempre está hablando de sí mismo: “yo quiero, yo pienso, yo tengo...”
Quiere que le den (ser amado) y no da (no ama).
Quiere ser servido y no servir.
Es posesivo: “mi cuarto, mis cosas... lo mío.”
Vive para sí, para procurarse placeres, es individualista y por tanto termina sólo.
El humilde, en cambio, vive para los demás, se dona, se entrega, y se hace servidor de todos; y por ello, al humilde todos lo quieren.
b) El soberbio se cree muy bueno
No reconoce sus errores.
La culpa siempre la tiene el otro.
Cree que no tiene nada que cambiar “yo no mato, yo no robo”... “este retiro no es para mí.”
No reconoce sus pecados “¿por qué me voy a confesar con un cura más pecador que yo?”
Es rencoroso, no perdona y no sabe pedir perdón.
Siempre gana la pelea, la discusión, y termina por perder familia, amigos, trabajo… La soberbia no deja sino desastres y pérdidas. El humilde en cambio cede y gana más.
El soberbio se enoja cuando no consigue lo que quiere.
c) El soberbio siempre quiere tener la razón
Levanta la voz.
Se impone: “aquí se hace lo que yo digo.”
Cree que se las sabe todas: “¿estos ignorantes creen que me van a enseñar a mi?”
Es un racionalista que todo lo pone en duda (hace preguntas para cuestionar).
Se atreve a negar a Dios porque no le cabe en su cabeza; pretende someterlo a una prueba de laboratorio.
d) El soberbio no obedece
Es rebelde: “a mí nadie me manda.”
No obedece ni la ley de Dios, ni a sus superiores: “yo sé lo que me conviene.”
No escucha consejos, y acaba mal.
e) El soberbio se cree mejor que los demás
Siempre quiere ser el primero.
No acepta las derrotas.
Es impaciente y grosero.
Trata a los demás con desprecio.
Humilla a sus empleados.
Mira con desprecio a los pobres e indigentes.
Se cree más por su riqueza (carros, casas, ropa), belleza, inteligencia (titulos).
Busca siempre la comodidad, los lujos.
Se queja de la incomodidad, no soporta el menor sacrificio.
Reniega ante el sufrimiento.
f) El soberbio vive de las apariencias
Siempre está aparentando lo que no es.
Busca ser alabado y reconocido.
Vive del qué dirán: “me miró, no me miró... me dijo, no me dijo.”
Quiere llamar siempre la atención: es bulloso y extravagante.
El soberbio es ambicioso.
g) El soberbio se cree autosuficiente
Cree no necesitar de los demás, ni de su familia, ni de Dios.
Llega la enfermedad y le reduce a la dependencia de los demás.
En definitiva, hay que decir que la soberbia es inseguridad, baja autoestima; el soberbio pide a gritos “quiéranme”, “préstenme atención”, “¿soy importante?”. El soberbio es un pobre esclavo que se esconde permanentemente bajo una máscara.
Los hijos de María debemos tener especial cuidado de no caer en la soberbia, pues nuestra amada madre se hizo al esclava del Señor, se humilló, se reconoció como una criatura pobre y necesitada de su Dios. Y mucho más cuidado aún debemos tener con la soberbia espiritual, aquella que nos puede hacer creer que ya somos santos, que somos más buenos y más virtuosos que los demás, que tenemos el derecho de juzgar y condenar a nuestro prójimo; ésta soberbia sí que es aborrecida por Dios.
Una particular enseñanza de Jesús
“Toda la vida de Cristo en la tierra, dice San Agustín, fue una enseñanza nuestra; y aunque fue de todas las virtudes Maestro, pero especialmente lo fue de la humildad. Ésta quiso particularmente que aprendiésemos de Él, y por eso dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”[4]. Cristo nunca dijo a sus discípulos “aprended de mí a predicar, a hacer milagros, a sanar enfermos, a expulsar demonios”, sin embargo, sí les exhortó a aprender de su humildad, y esto nos muestra la excelencia y grandeza de esta virtud; y quiso enseñárnosla no sólo de palabra sino, ante todo, de obra. En esta misma línea, San Basilio hace un recorrido por la vida de Cristo mostrando como todas sus obras enseñan esta gran virtud: “Quiso, dice, nacer de madre pobre en un pobre portal, y en un pobre pesebre, y ser envuelto en unos pobres pañales; quiso ser circuncidado como pecador, huir a Egipto como flaco, y ser bautizado entre pecadores y publicanos, como uno de ellos. Después en el decurso de su vida quiérenle honrar y levantar por Rey, y escóndese... y al fin de su vida, para dejarnos más encomendada esta virtud como en testamento y última voluntad, la confirmó con aquel maravilloso ejemplo de lavar los pies a sus discípulos, y con aquella muerte tan afrentosa en la cruz.”[5]
Al humilde nada le quita la paz, vive tranquilo, en paz con todos, se acomoda a todo, lo disfruta todo. El humilde perdona, es servicial, reconoce sus errores y los enmienda, aprende de los demás, cede ante las peleas, vive de cara a Dios; y así puede ser feliz. Él sabe que no es más porque le alaben, ni menos porque le critiquen, sabe que vale lo que vale ante Dios. La humildad, pues, es reconocerse pobre y necesitado de Dios, y de los hermanos; es reconocer que “nada soy”, “nada tengo”, “nada valgo”, “soy un pecador”.
María y la humildad
Mientras que satanás cayó por su soberbia, María fue exaltada y coronada como Reina del universo por su humildad. Ella se hizo la humilde esclava del Señor (Lc 1,38), supo hacerse pequeña y reconocer las grandezas que Dios obró en ella (Lc 1,49), se hizo la servidora de los demás (Lc 1, 39), supo aceptar con amor el sufrimiento y perdonar a quienes crucificaron a su hijo (Jn 19, 25-27). Nuestra Madre ha de ser, pues, nuestra modelo y nuestra ayuda para alcanzar esta preciosa virtud.
PRÁCTICA
Rezar las letanías de la humildad, durante una semana, implorando a Dios la virtud de la humildad, tan necesaria para alcanzar la santidad. (ver: Letanías de la humildad, Click Aqui)
Reto Digital: Revisaré todas mis publicaciones en mis redes sociales y eliminaré cualquier foto, video o publicación mundana o que incite a pecar a otros
[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo I y II. Quito: Jesús de la Misericordia, 1930. Pp. 135-136.
[2] Ibíd., p. 536.
[3] Ibíd., p. 537.
[4] OSÉS, Saturnino S.J. Sed Perfectos. Quito: Jesús de la Misericordia. P. 307.
[5] Ibíd., pp. 307-308.