En el ser humano existe un deseo natural de aquellos bienes que corresponden a la propia conservación. De esos bienes naturales, algunos son necesarios para la conservación del individuo y de su cuerpo como el alimento, la bebida, el vestido, etc. Otros de esos bienes naturales son necesarios para la conservación de la especie humana, como los bienes sexuales.
El hombre desea estos bienes y, por tanto, cuando los posee experimenta placer, o ¿quién no ha experimentado placer al saborear una deliciosa comida o un helado, o al dormir después de una agotadora jornada? Es natural que el hombre experimente placer; Dios ha querido darle esta capacidad de disfrute, y ha puesto placer en ciertas cosas, es más, si no fuera así, si no apeteciéramos el comer, el dormir y la sexualidad, tal vez moriríamos de hambre o de cansancio o la especie humana estaría en vía de extinción.
Así pues, lo primero que debemos tener claro es que el placer no es malo en sí mismo; Dios ha querido que el hombre experimente placer, de hecho, le ha regalado esta capacidad; el problema viene cuando el placer se desordena, cuando se sale de los límites justos y deja de ser un medio para convertirse en un fin. Podríamos comparar el placer con el fuego: el fuego bien utilizado es maravilloso, trae muchos beneficios al hombre. ¿Qué tal el fuego en la chimenea de la casa, en una noche fría, mientras compartimos y cantamos alrededor con la familia y los amigos? Sin duda es maravilloso; pero ¿qué tal el fuego en la sala de la casa, incendiando todo lo que encuentre a su paso? ¡Aterrador, destructivo! Esto mismo pasa con el placer: es un don maravilloso de Dios, pero cuando se sale de su justo orden, de los límites establecidos por el Creador, puede ser muy destructivo para el hombre.
El pecado original lo desordenó
El hombre, al ser creado, fue dotado por Dios de unas facultades superiores: inteligencia y voluntad, que son propias y exclusivas de su naturaleza racional, al mismo tiempo, que fue dotado de pasiones, instintos y sentimientos. A consecuencia del pecado original «la armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7)» (Catecismo, 400); es decir, el hombre quedó herido y todas sus facultades desordenadas. A partir de allí, perdió el dominio sobre sus pasiones, instintos y sentimientos, los cuales, naturalmente, deberían estar sometidos y ser plenamente gobernados por la inteligencia y la voluntad. Es por ello que vemos como el cuerpo no se somete al gobierno del alma, por el contrario, él quiere dominar y prevalecer, rechaza el control, quiebra todo freno y se lanza desmesuradamente en búsqueda de placeres. Esto es lo que conocemos como la concupiscencia de la carne, que equivale a una inclinación desordenada al placer. Este desorden da lugar a los pecados de gula, de pereza y de lujuria.
Tres pecados capitales
En esta búsqueda desordenada del placer en la comida, en el descanso y en el apetito sexual, el hombre puede caer en tres de los siete pecados capitales, como lo son la gula, la pereza y la lujuria, pecados que traen nefastas consecuencias para la persona y que se relacionan entre sí, pues uno lleva a los otros.
La gula es la búsqueda de placer desordenado en la comida y en las bebidas; este vicio deforma la voluntad, haciéndola cada vez más frágil, y se ve alimentado por el consumismo reinante en nuestra sociedad, en la que la oferta de comidas, bebidas, postres, dulces, es cada vez más alta; se busca darle lo mejor y más exquisito al paladar, en abundancia, y esto siempre que lo pide, aún sin necesidad, además despreciamos aquello que no nos gusta y simplemente lo echamos a la basura. Nos lo advirtió San Josemaría Escrivá de Balaguer “los placeres de la mesa preparan los placeres de la carne”, es decir, quien no refrena su gula y se sacrifica en el comer difícilmente podrá ser una persona pura y casta. Pasa igual con el descanso, con el dormir, cada vez queremos trabajar menos, hacer menos esfuerzo, y descansar más, o simplemente “no hacer nada”. Esta sociedad podríamos catalogarla como una “sociedad light”, baja en esfuerzos, baja en sacrificios.
Estos pecados representan un grave peligro para la persona, pues al no ejercer la templanza, y dejarse llevar por las pasiones y deseos, está deformando su carácter, debilitando su voluntad. No hay que olvidar que las personas más exitosas en la vida no son precisamente las más capacitadas, sino aquellas que tuvieron una voluntad férrea, fuerte, perseverante, por ello lograron lo que se propusieron. Los santos han sido hombres y mujeres de voluntad firme, que han tomado -como lo diría Teresa de Ávila- una determinada determinación de alcanzar la santidad. “Las almas grandes tienen voluntades, las débiles sólo tienen deseos”, y esta grandeza se construye desde lo pequeño, desde lo cotidiano, está en el saber ofrecer pequeños sacrificios cada día; esto sin olvidar que nuestro cuerpo es como un niño malcriado y caprichoso al que no se le puede dar todo lo que pide, y al que hay que educar y disciplinar, y esto, precisamente, porque lo amamos y valoramos.
El destructivo pecado de la lujuria
Pero este grave desorden en la búsqueda del placer se hace sentir sobre todo en el desorden del apetito sexual, al cual los anteriores le sirven de preparación, como lo dijo San Josemaría Escrivá de Balaguer “la gula es la vanguardia de la impureza”. Nos encontramos en una sociedad totalmente erotizada, que rinde culto a lo sexual, y es así como la publicidad, las novelas, las películas están cargadas de escenas pornográficas; la pornografía invade los medios de comunicación, la internet; el sexo casual se hace cada vez más “normal”, a las relaciones prematrimoniales se les llama “hacer el amor”, la masturbación es presentada como algo natural y “necesario” para el libre desarrollo de la personalidad, etc.
El hombre de hoy tiende a regresar a lo instintivo, a los apetitos corporales, a regirse más por sus hormonas que por sus neuronas; el polo animal tiende a predominar y a deshumanizarlo, sus pasiones no logran ser controladas por su razón. La lujuria lo enceguece, lo precipita, no lo deja pensar, lo obsesiona y esclaviza.
Con la revolución sexual, hacia las décadas de los 60 y 70, se dio una liberalización de las costumbres y un profundo cambio en el comportamiento sexual, donde se proclamaba el sexo libre bajo lemas como “hagamos el amor y no la guerra”… La pregunta que surge es ¿hagamos el amor? ¿Tener sexo es hacer el amor? ¿Sexo es igual a amor?… Esta es tal vez la más grande y peligrosa mentira que se nos ha dicho; si “sexo = amor”, entonces las prostitutas serían las personas más amadas del mundo, y por tanto, las más felices, si “sexo = amor” te quedarías toda tu vida al lado de la persona con la que fuiste por primera vez a la cama… y tal vez ni te acuerdes de su nombre. El sexo es una dimensión del amor, hace parte del amor, pero no lo agota, no logra abarcarlo completamente.
Cada vez es más normal la fornicación -«unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio» (Catecismo, 2353)- en los noviazgos bajo la excusa “nos amamos”, la pregunta es: ¿Si en realidad se aman tanto como para entregarse sus cuerpos por qué no se comprometen para toda la vida?... La respuesta es sencilla, no lo hacen porque ese amor no está maduro o en realidad no es amor.
El sexo “libre” o casual, lo único que hace es esclavizar a la persona, volverla una pobre esclava de sus hormonas, una egoísta e incapaz de amar, pues hace que sólo vea en el otro un objeto de uso, un medio para saciar sus instintos y deseos, una cosa que le produce placer. Se crea así una visión utilitarista de la persona y se rebaja su dignidad. El hombre de hoy es un ansioso buscador de placer, y se lo procura por doquier, pero, qué paradoja, asistimos a una sociedad enferma de soledad, de depresión, de sin sentido, y es que el placer se queda en la superficie de los sentidos mientras que el amor verdadero -el amor entregado y sacrificado- llega hasta lo profundo del alma, la sacia y le da felicidad.
Esta “liberación sexual” hace que las personas sean cada vez más incapaces de adquirir compromisos duraderos y estables, las incapacita para la fidelidad y por ello vemos cómo abunda el adulterio -«cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio» (Catecismo, 2380)-, vemos cómo un hombre o una mujer es capaz de tirar a la basura su familia, sus hijos, su proyecto de vida, por unos minutos de placer, y es que quien no vive la castidad siendo soltero, no logrará ser fiel cuando se case.
La masturbación, la pornografía, la promiscuidad, hacen que el hombre pierda el freno y sea cada vez más insaciable en la búsqueda del placer sexual; y así como el drogadicto tiene que aumentar la dosis cada vez más porque pareciera que ya no le genera efecto, el hombre erotizado tendrá que buscar nuevos placeres, nuevas experiencias, porque una relación sexual natural ya no le sacia, no le es suficiente, y de allí pueden derivar aberraciones, abusos sexuales -que hoy abundan por doquier y que van en aumento-, pedofilia, actos homosexuales e incluso la práctica de la zoofilia, etc.
Terribles consecuencias
Como lo vimos anteriormente, el placer es un don maravilloso de Dios, pero cuando se sale de su justo orden puede ser muy destructivo para el hombre y traerle diversas consecuencias en el orden físico, psicológico y espiritual:
Físico: enfermedades de transmisión sexual: sífilis, chancro, gonorrea, VIH, etc. embarazos “no deseados” y por tanto, abortos.
Psicológico: una sexualidad desordenada hace de la persona una esclava de sus hormonas, incapaz del dominio propio; la incapacita para la fidelidad y para establecer vínculos afectivos duraderos, es decir, para conformar una familia.
Espiritual: cuando el hombre busca el placer por el placer se vuelve egoísta e incapaz de amar. Tiende a despersonalizar al otro.
Social: altos índices de divorcios, aumento de madres solteras, resquebrajamiento de la institución familiar, y por tanto, miles de personas que llegarán solas a su vejez, etc. Todo esto se traduce en grandes costos económicos para el Estado, y en una gran crisis social, pues a muchos individuos les faltará la célula familiar, donde la persona es cuidada, educada, formada en valores y preparada para ser un ciudadano de bien. Esto sin contar los grandes costos que se generan en el sector de la salud por cuenta de las enfermedades de transmisión sexual.
“Con este mal, dice san Agustín, no es compatible virtud alguna, sabiduría alguna; sino que con él reinan toda clase de perversidades”. San Ambrosio, escribiendo a una virgen cuya virtud acababa de naufragar, le dijo que “su alma, antes templo del Espíritu Santo, por el vicio de la impureza había llegado a ser la morada de los demonios…”Por la concupiscencia de la carne los hombres atrajeron para sí el diluvio, por ella las ciudades culpables de Sodoma y Gomorra merecieron ser reducidas a ceniza. Ella fue la causa de las desgracias de Sansón, de la caída de David y de Salomón. ¡Cuántas herejías nacieron de esta fuente envenenada: Montano, Lutero, Enrique VIII! ¡Cuántas enfermedades, guerras, discordias en las familias y males de todas suertes ha acarreado a los hombres, a las sociedades y a las naciones!
Un tema para no olvidar: la moda
La industria de la moda ofrece una variedad interminable de propuestas en las que gradualmente se ha hecho del cuerpo humano un verdadero culto a la sensualidad. Se ha corrompido de una manera tan execrable que la mujer se ha convertido en el objeto sexual de todo producto comercial. Se ha prostituido su imagen ante el hombre, vendiéndola como objeto de consumo sensual, como diosa de los placeres carnales, como alimento de los apetitos y pasiones de la carne; presentándola seductora y agresiva, descubriéndole partes vitales de su cuerpo a los ojos del hombre de una forma tan perversa que desata en la naturaleza de éste una fuerza sensual que sólo se desahoga en la promiscuidad, llevando al hombre a perder todo respeto y valoración de la mujer. Toda mujer que viste con modas indecentes y provocadoras, ha de saber que cargará con la culpa de todo hombre que la mire deseándola en su corazón.
Una consagrada a María sabe lo que vale como mujer, sabe que no es un objeto que se debe estar exhibiendo, sabe que es una hija de Dios, digna de respeto y de cuidado. Cada vez que una consagrada a María se viste, se mira al espejo y se pregunta: ¿Cómo se vestiría María? y entenderá que, sin renunciar a verse bella y agradable a la vista, debe ser un reflejo de la pureza, delicadeza, ternura y feminidad de su buena madre. Así mismo, un hombre consagrado a María, debe aprender a mirar a cada mujer de la misma manera como miraría a María, siempre con una mirada limpia y respetuosa.
La virtud de la pureza
Ante esta realidad es importante considerar que la pureza es una virtud eminentemente positiva, que no supone un cúmulo de negaciones: “no veas”, “no pienses”, “no hagas”, sino que es una verdadera afirmación del amor. Lejos de ser negativa y destructora, es positiva y creadora, pues no se trata de despreciar los valores del cuerpo y del sexo, sino de realizar una integración duradera y permanente: los valores del cuerpo y del sexo como inseparables del valor de la persona.
“La virtud de la pureza es la virtud de la belleza, de la blancura del alma. Todas las virtudes son ornamento riquísimo del alma, pero ninguna la adorna con tanta gracia y hermosura como ésta. Le agrada y enamora tanto a Dios que él mismo ha reservado una bienaventuranza para ella “Bienaventurados los limpios de corazón” (Mt 5,8)... Es la virtud clara, la virtud de la luz, y es por eso que, los limpios de corazón son los únicos que ven y verán a Dios. Los pensamientos puros son diáfanos, más claros que la luz; los amores puros son sinceros y verdaderos, los únicos que merecen este nombre, pues nunca se rebaja tanto el amor como cuando se asienta en la impureza, eso ya no es amor, es una pasión baja llena de egoísmos.”[1]
Y es que aunque todo pecado, toda falta es una mancha del alma, ninguna la mancha tanto como la impureza; éste es el pecado feo, sucio, vergonzoso, más que ningún otro pecado; para él reservó Dios sus mayores castigos, aún aquí en la tierra, no dudó en enviar al mundo agua y fuego para purificarle de este vicio repugnante y abominable. He aquí por qué el demonio, en su afán de vengarse de Dios, es el pecado que más procura que cometan las almas.
La castidad es la virtud más delicada, cualquier hálito carnal la empaña y marchita. Se peca y se pierde la castidad cuando se consciente libre y voluntariamente en cualquier cosa impura, por pequeña que sea y aunque sea por poco tiempo. Por ello hay que cuidar los pensamientos, la mirada, las palabras, las manifestaciones de afecto entre los novios, etc.
Medios para alcanzar y conservar la virtud de la pureza
Confesión y comunión frecuentes: la confesión otorga las gracias sacramentales que nos ayudan a vencer la tentación; el contacto de nuestro cuerpo con el Santísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, es una magnífica ayuda para aplacar la concupiscencia.
Oración frecuente: “velad y orad para que no caigáis en la tentación” (Mt 26,41).
Devoción a la Santísima Virgen María, que es madre nuestra y modelo inmaculado de esta virtud.
Mortificación: refrena las pasiones y alcanza dominio propio.
Guarda de la vista: los pensamientos se nutren de lo que se ha visto. Es necesario retirar la vista de todo aquello que es excitativo del placer carnal. Cuidado con la televisión y la música.
Sobriedad en la comida y la bebida: “la gula es la vanguardia de la impureza” (Camino, 126). Quien refrena su gula, refrena sus pasiones.
Cuidado del pudor: el pudor no gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda conducta inmodesta, aún la más leve; evita con todo cuidado la excesiva familiaridad con personas del otro sexo; llena el alma de un profundo respeto hacia el cuerpo que es templo del Espíritu Santo. Se debe tener modestia en el vestir, en el aseo diario, etc.
Evitar la ociosidad: siempre ha de haber algo en qué ocupar el espíritu o ejercitar el cuerpo, pues una mente desocupada es el taller del demonio.
Huir de las ocasiones: el que ama el peligro en él perece.
“La pureza es el resultado de una victoria y la impureza de una vergonzosa derrota, por eso es la virtud noble, digna, valiente, propia de los valientes; es la virtud viril por excelencia, enérgica, que no admite la más pequeña transigencia.”[2]
A ejemplo de nuestra amada Madre
La pureza es luz para el entendimiento, luz para el alma y el corazón, y es por ello que nuestra Madre pudo comprender perfectamente la voluntad de su Señor. Esta Madre castísima, siempre virgen, será una poderosa ayuda en la lucha por la pureza. La inmaculada permitirá a sus hijos consagrados ver con sus propios ojos, escuchar con sus oídos, hablar con sus labios, sentir con su corazón. Ella es la Madre de la pureza dispuesta a revestir a sus hijos de su misma luz y claridad.
PRÁCTICA
Durante un día ayunar una comida pidiendo a Dios la gracia de la pureza. Además, como mujer, revisar el clóset y renunciar a toda prenda de vestir que sea indecente; y como hombre, comprometerse, de ahora en adelante, a mirar a las mujeres con pureza.
Reto digital: Abandonar todo grupo inútil de Whatsapp donde llegue pornografía. Si no puedo salir del grupo (por ser laboral etc) desactivar la descarga automática de fotos y videos para no volver a recibir ese material impuro
[1] RODRÍGUEZ VILLAR, Ildefonso. Vida, virtudes y advocaciones litúrgicas de la Santísima Virgen María. Quito: Jesús de la Misericordia. P. 432.
[2] Ibíd., p 433.