Dios ha puesto al hombre a la cabeza de la creación visible y le ha dado el derecho de administrarla y de disponer de los frutos de la tierra, para proveer a sus necesidades, para su conservación y bienestar, y para la conservación y bienestar de los suyos: «Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos (cf. Gén 1, 26-29).
La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres» (Catecismo, 2402).
El pecado original desordenó esta inclinación
A consecuencia del pecado original, el hombre se apegó desordenadamente a los bienes de la tierra, persiguiéndolos con obsesión y aún por medios ilícitos. Para él los bienes materiales ya no son un medio de salvación, sino que se constituyen en el fin de su existencia, hasta el punto que las personas hoy valen en proporción a lo que tienen.
De este afecto desordenado al dinero nacen la ambición y la avaricia, de donde proceden mentiras, engaños, robos, injusticias, explotación, violencia, desunión de las familias, etc. De allí que el apóstol San Pablo advirtiera a los cristianos: “Debes saber que la raíz de todos los males es el amor al dinero. Algunos, arrastrados por él, se extraviaron lejos de la fe y se han torturado a sí mismos con un sin número de tormentos”. (1 Tim 6,10).
Peligros del amor desordenado a las riquezas
Hay que decir, en primer lugar que la avaricia -amor desordenado a los bienes de la tierra- “es una señal de falta de confianza en Dios, que ha prometido velar por nosotros con paternal solicitud, y no permitir que nos falte nada de lo necesario, siempre que pongamos en él nuestra confianza. Convídanos a considerar las aves del cielo, que no siembran ni siegan, los lirios del campo, que no trabajan ni hilan; no para que nos demos a la pereza, sino para sosegar nuestros cuidados y para que confiemos en nuestro Padre Celestial.”[1]
La avaricia tiende a ocupar el lugar de Dios en el corazón del hombre, es decir, lo va conduciendo a cierta idolatría al dinero. El hombre rico tiende a sentirse poderoso y autosuficiente, pues todos se rinden a sus pies, por lo que cree no necesitar de Dios. Además, el hombre avaro, por su amor a las riquezas, se apega desordenadamente al mundo, cree que el paraíso está en disfrutar de lujos y comodidades aquí en la tierra, y está gravemente expuesto a olvidar los bienes eternos, y por tanto, su salvación eterna.
Posesión correcta de los bienes
En el Evangelio encontramos con frecuencia palabras de Jesús que hacen referencia a las riquezas: “qué difícil es que los ricos entren en el Reino de los Cielos” (Mt 19,23); “no atesoréis riquezas en la tierra, donde la polilla y la herrumbre las destruyen, y donde los ladrones las socavan y roban; si no atesorad en el Cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen, ni los ladrones socavan ni roban” (Mt 6,19-20). Estas palabras de Jesús nos podrían hacer creer que las riquezas son malas en sí mismas, que los ricos, definitivamente, no entrarán en el Reino de los Cielos. Sin embargo, hay que decir, que lo que reprochaba Jesús a los ricos no eran sus riquezas en sí mismas, sino el amor desordenado que tenían a ellas hasta el punto de ponerlas por encima del mismo Dios, como el caso del joven rico a quien Jesús llamó: “Si quieres venir en mi seguimiento, vende cuanto tienes y dalo a los pobres” (Mt 19,21), y continúa narrando el evangelista, que el joven se fue muy triste porque era muy rico, o vemos el caso de Judas, el discípulo traidor, que vendió al Maestro por 30 monedas de plata.
El problema, entonces, no está en poseer riquezas, sino en la manera como se obtienen, en el afecto que de ellas se tiene, y en el destino que se les da. Estos tres criterios son fundamentales para que haya una correcta posesión de los bienes:
Consecución: Se refiere al origen de los bienes. Éstos deben ser adquiridos de manera lícita, fruto del trabajo honesto y nunca de negocios incorrectos. Se deben adquirir por medios civilmente lícitos -lo permitido por la ley civil- y moralmente válidos -que no vayan contra la ley moral-. Es decir, no pueden provenir de actividades ilícitas y pecaminosas como el robo, la estafa, la explotación de los empleados, engaños, extorsión, etc. Ni de otras que, aunque permitidas por la ley civil como la prostitución, los moteles, la venta de licor, discotecas, bares, etc., son siempre actividades pecaminosas.
Afecto: estos bienes deben poseerse sin afecto alguno, teniendo claro que son un medio de subsistencia y de salvación. Jamás se pueden poner por encima de Dios o de la familia, hasta el punto de amarlos más y de dedicar más tiempo a su consecución que a la oración y al compartir familiar.
Muchos santos, como San Francisco de Asís, Santa Clara, San Antonio de Padua, etc., hicieron una renuncia efectiva de todos sus bienes, es decir, renunciaron a poseerlos, se desprendieron de ellos por completo y abrazaron la pobreza. Algunos estarán llamados a seguir este ejemplo; pero todos estamos llamados a hacer una renuncia afectiva de cuanto poseemos, es decir, sin deshacernos completamente de estos bienes, debemos poseerlos con desprendimiento y desapego, sin turbaciones y sabiendo que nuestro único y principal tesoro es Cristo.
Destino: los bienes que poseemos son para nuestro propio sustento y el de las personas que están a nuestro cargo. Los bienes que Dios regala al hombre son un don para que este le sirva a sus hermanos más necesitados y de esta manera se gane el Cielo. Por tanto, estos no deben ser despilfarrados, ni gastados en lujos excesivos e innecesarios, ni mucho menos deben ser gastados en cosas o diversiones pecaminosas.
En esta misma línea, y aparte de estos tres importantes criterios, Tanquerey[2], en su compendio de Teología Ascética y Mística, habla de otros remedios eficaces para contrarrestar la avaricia:
Cultivar una profunda convicción, a través de la oración y la meditación, de que las riquezas no son un fin sino un medio de la divina providencia para remediar nuestras necesidades y las de nuestros hermanos, y que estas son pasajeras y caducas, es decir, se acaban. Dios es el dueño de todas las riquezas y nosotros somos unos simples administradores.
El medio más eficaz para no apegarnos a ellas, es colocar nuestros bienes en el banco del Cielo, empleando buena parte de ellas en obras de caridad y de misericordia. Debemos recordar aquellas palabras de Jesús: “En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25,40).
Niveles de la caridad
Entendiendo el dinero como don de Dios, para el propio bienestar, y para servir a los demás, es necesario, pues, que profundicemos un poco más en la manera cómo podemos ejercer la caridad cristiana, como un medio eficaz de santificación y a través del cual se borran muchos pecados. Estos son los niveles de la caridad:
a. Limosna: es donar alguna cosa a una persona necesitada para aliviar una necesidad puntual. Ésta sólo alivia la necesidad presente, es decir, alivia el hoy.
b. Beneficencia: alivia el mañana. Consiste en dar a instituciones, preferiblemente católicas, cuyo objetivo es la caridad física. Dichas instituciones se responsabilizan de ayudar periódicamente a un cierto número de personas.
c. Capacitación: consiste en brindarle a una persona la oportunidad de formarse y aprender una técnica o un arte en la que pueda llegar a desempeñarse laboralmente y de esta manera ganarse la vida. Como dice el refrán popular “no es dar el pez sino enseñar a pescar” (alivia el mañana).
d. Evangelización: Es dar a la persona la mayor riqueza y el mayor tesoro que alguien pueda poseer; evangelizar es dar a Cristo, y por tanto, es dar el Cielo. La evangelización alivia la eternidad.
Dar lo malo es pecado; dar lo que me sobra es obligación; dar lo que me falta es virtud; darlo todo es santidad.
María y la caridad
Toda la vida de nuestra Santísima Madre fue un dechado de amor, en medio de la pobreza más sublime. Ella, estando destinada a ser la Reina de Cielo y tierra, nació y vivió en la más absoluta pobreza y desprendimiento de todo lo terreno; y en medio de esa absoluta pobreza poseyó la más grande riqueza: Dios. Podemos contemplar la gran caridad de nuestra Madre con su prima Isabel, a quien va a servir por tres meses. Seguramente así mismo hizo durante toda su vida con muchos otros. Pero su mayor acto de caridad con los demás, y con nosotros, fue el haber dado al mundo el salvador; a través de su sí nos dio el más grande tesoro: nos dio a Cristo.
PRÁCTICA
Donar a una persona necesitada un bien material al que se esté muy apegado.
Reto digital: Apoya las iniciativas católicas en internet. Puedes hacer tu donación al sostenimiento de conságrate App, también a obras como Catholic.net o EWTN
[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo II. Quito: Jesús de la Misericordia, 1930. Pp. 580-581.
[2] Ibíd., Pp. 582-583.