La tentación es la incitación, la invitación al pecado; esta puede provenir de nuestros tres enemigos espirituales: el mundo, el demonio y la carne. “Cada uno es tentado por sus propias concupiscencias, que le atraen y seducen” (Sant 1,14). Hay que aclarar que no es pecado sentir la tentación sino únicamente consentirla, o sea, aceptarla y complacerse voluntariamente en ella.
«Para muchas personas que han iniciado un proceso de conversión y de caminar espiritual, las continuas tentaciones se convierten en una fuente de tormentos y sufrimiento. Para ellas fue escrito lo que anunció la Sagrada Escritura: “si te dedicas a la vida espiritual, prepárate para la tentación” (Eclo 2,1). Si Jesús, el santo de los santos, padeció las tres tentaciones en el desierto ¿cuánto más las tendremos que padecer nosotros que somos la debilidad misma? Además, al enemigo de la salvación le interesa atacar más a quienes van por un camino de conversión y santificación que a aquellos que yacen bajo la esclavitud del pecado.
«De San Antonio Abad se narra que en una visión contempló que para todo un barrio solamente había un demonio tratando de hacer pecar a la gente, mientras que para una persona espiritual estaban siete demonios atacándola. Y preguntado el por qué, le respondieron: “Es que entre mundanos se invitan a pecar los unos a los otros, en cambio para las personas espirituales sí se necesitan espíritus infernales para hacerlas pecar”.
«Un santo afirmaba que el gran peligro para una persona sería el no tener tentaciones, pues le devoraría el orgullo y despreciaría a los débiles; y una santa añadía “a nadie temo tanto como a quien no siente tentaciones”, porque se puede enfriar mucho en su vida espiritual.»[1]
¿Para qué permite Dios que seamos tentados?[2]
Para que confiemos más en Dios y de esta manera imploremos su misericordia.
Para que desconfiemos de nosotros mismos, de nuestra debilidad y tendencia hacia el mal; para que reconozcamos nuestra falta de fuerza en la lucha contra el pecado. Este reconocimiento nos lleva, a su vez, a la humildad. San Agustín al recordar su vida pasada tan manchada e indigna repetía: “no hay falta que un ser humano haya cometido que yo no pueda cometer”.
Para que seamos más comprensivos y misericordiosos con los que son débiles. San Bernardo decía que a muchas personas les conviene ser débiles y de poca resistencia, para que así sepan comprender a los pobres pecadores que más caen por debilidad que por maldad.
“Lo que no destruye, fortalece”. Así, las tentaciones que no logran acabar con nosotros, que combatimos y superamos, nos hacen cada vez más fuertes en este combate espiritual.
Cómo vencer las tentaciones[3]
Antes de la tentación el alma debe vigilar y orar para no dejarse sorprender por el enemigo. Debe huir de las ocasiones de pecado y evitar la ociosidad, que es la madre de todos los vicios. Ante todo, debe depositar su confianza en Dios y en la Virgen María.
Durante la tentación ha de resistirla con energía apenas se produzca, o sea, cuando todavía es débil y fácil de vencer; esto lo puede hacer de dos maneras: directamente, haciendo lo contrario de lo que la tentación propone (alabar a una persona en vez de criticarla) e indirectamente, distrayéndose y pensando en otra cosa que absorba la mente. Este segundo procedimiento es el más eficaz tratándose de tentaciones contra la fe y la pureza.
Después de la tentación ha de dar humildemente las gracias a Dios si salió victoriosa; arrepentirse en el acto si cayó en ella, y aprovechar la lección para otras ocasiones.
EL PECADO: EL GRAN ASESINO
El pecado es el gran asesino, capaz de llevar a las almas a la muerte eterna, a la condenación y a la privación total del Bien supremo para el que fueron creadas: Dios. Por tanto, el único mal real que le puede acontecer al hombre es el pecado, pues todos los demás males -enfermedad, crisis económica, sufrimientos, etc.- tienen repercusiones temporales y pasajeras. Lo peor que le puede acontecer al ser humano es estar separado del amor de Dios y esta separación sólo se da por el pecado.
Definición de Pecado
«El pecado, en general, puede definirse con San Agustín: “una palabra, obra o deseo contra la ley eterna”. O, como dicen otros, “una transgresión voluntaria de la ley de Dios”».[4]
«El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gén 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28)» (Catecismo, 1850).
Pecado mortal
“Es la transgresión voluntaria de la ley de Dios en materia grave”[5]. Para que haya pecado mortal se requieren tres condiciones:
Materia grave: «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19)» (Catecismo, 1858).
Pleno conocimiento: “Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios” (Catecismo, 1859).
Pleno consentimiento: “Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para ser una elección personal” (Catecismo, 1859).
Efectos del pecado mortal[6]:
El pecado mortal arroja a Dios de nuestra alma, y así como la posesión de Dios es ya un gusto anticipado de la dicha celestial, también el perderle es a manera de un preludio de la eterna condenación: ¿No perderemos, al perder a Dios, los bienes todos, puesto que Él es la fuente de todos ellos?
Con él perdemos la gracia santificante, por la que nuestra alma vivía una vida semejante a la de Dios; es, pues, una especie de suicidio espiritual.
Perdemos también nuestros méritos pasados, que habíamos acumulado a costa de tantos esfuerzos. Mientras estamos en pecado mortal no podemos merecer cosa alguna para el Cielo, todas nuestras obras son en vano.
El Catecismo es muy claro en afirmar que “Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno” (n. 1861). Con razón, algunos teólogos, se atrevieron a decir que “el pecado mortal es el infierno en potencia”[7].
Pecado venial
«Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.» (Catecismo, 1862).
Efectos del pecado venial[8]:
El pecado venial no priva al alma de la gracia santificante ni del amor divino, mas la priva de la gracia y mérito que hubiese recibido si hubiese vencido tal tentación.
Es causa también de que disminuya el fervor, es decir, que va llevando al alma poco a poco a la tibieza espiritual, pues se va acomodando a la mediocridad y cayendo en el conformismo de creer que basta con no pecar mortalmente.
El mayor peligro que entraña el pecado venial es el de ir preparando poco a poco nuestra alma para caer en el pecado mortal, pues alimenta nuestra inclinación al placer prohibido y, por otra parte, disminuye las gracias de Dios.
El pecado “es un desprecio que hacemos de la fuente de agua viva, la única que puede calmar la sed de nuestras almas, y preferimos a ella el agua cenagosa del fondo de las cisternas rotas”[9].
La caída
Para abordar el tema del pecado es necesario remontarnos a su origen, es decir, a la caída de nuestros primeros padres -Adán y Eva, y devolvernos un poco más hacia atrás para conocer también la caída de los ángeles, pues según el Catecismo, detrás de este primer pecado del hombre «se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gén 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sab 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9).» (Catecismo, 391).
Caída de los ángeles
Con respecto al demonio, de quien nos dice el libro del Génesis que fue el encargado de tentar a Eva, «la Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. ‘Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali’(‘El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos’) (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS, 800)» (Catecismo, 391), y en cuanto a su origen nos indica que «la Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 Pe 2,4). Esta ‘caída’ consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino.» (Catecismo, 392).
Caída del hombre
El capítulo tercero del libro del Génesis nos relata cómo la mujer, tentada por el diablo, comió del fruto prohibido por Dios, arrastrando también a su esposo a que desobedeciera el mandato divino: «El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gén 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad» (Catecismo, 397).
El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica que «en este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente “divinizado” por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso “ser como Dios” (cf. Gén 3,5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (San Máximo el Confesor)» (Catecismo, 398). Es así como todo pecado que comete el hombre, en adelante, es preferirse a sí mismo en lugar de Dios, es tratar de buscar la felicidad por sus propios medios y prescindiendo de su Creador.
Por este pecado todos los descendientes de Adán y Eva, excepto la Santísima Virgen María, nacen con el pecado original en su alma y con las consecuencias del mismo. Este sólo se borra con el sacramento del bautismo aunque sus consecuencias permanecen (la muerte, el dolor, la inclinación al pecado, etc.).
Nota importante: Adán y Eva realmente existieron. Así, “los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en verdad cometido por un solo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio.”[10]
Cuatro rupturas
Este primer pecado trajo grandes y graves consecuencias para la humanidad, que no se quedaron en el pasado, sino que día a día se siguen repitiendo. Estas cuatro rupturas que se dieron en el pecado de Adán y Eva se siguen repitiendo en cada pecado que comete el hombre:
Con Dios: Antes del pecado original, Adán y Eva se paseaban con Dios por el Edén, gozaban de su amor y de su presencia, lo experimentaban como un Padre amoroso y bondadoso en quien se sentían confiados. Una vez pecaron, esto cambió: “una vez sintieron los pasos de Yahvé se ocultaron a su vista porque sintieron miedo” (Gén 3, 8-10). Así es como el pecado nos desfigura el rostro de Dios y nos hace verlo como un legislador o como un opresor, y no como el Padre amoroso que quiere lo mejor para nosotros; y termina así por alejarnos totalmente de Él.
Con el prójimo: Antes del pecado, Adán al contemplar a Eva exclamó: “esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gén 2, 23); es decir, la sentía como suya, como un regalo de Dios y como alguien semejante a él. Después de la caída ya no se refiere a ella con la misma familiarida: “la mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí” (Gén 3,12), ahora la acusa. «La unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gén 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gén 3,16)» (Catecismo, 400).
Con la naturaleza: Dios le concedió al hombre el jardín del Edén para que habitase en él y le dio gobierno sobre todos los animales y las plantas para que los cuidara y se beneficiara de sus frutos. Después del pecado, la creación se vuelve adversa al hombre: “maldito sea el suelo por tu causa: sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida. Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo” (Gén 3, 17-18). El hombre se ve amenazado por la naturaleza que antes dominaba (sequías, infertilidad, desastres naturales, plagas, fieras, etc). «La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gén 3,17.19)» (Catecismo, 400).
Consigo mismo: El hombre, a partir del pecado, pierde el pleno dominio de sí mismo; ahora experimenta la rebelión de sus instintos y pasiones que quieren esclavizarle y someterle. Experimenta una profunda inclinación a hacer el mal y una gran aversión al bien. Muchas veces lo que quiere no corresponde con lo que hace: “puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7,19). «El dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7)» (Catecismo, 400).
El concepto de la gracia
«La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es, en nosotros, la fuente de la obra de santificación (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39).» (Catecismo, 1999).
Según el Catecismo, la gracia «es una participación en la vida de Dios» (n. 1997), es la inhabitación de la Santísima Trinidad en nuestra alma, por tanto, estar en gracia es tener el Cielo en el corazón, es gozar de la presencia, de la amistad y del amor de Dios; y poder saborear los maravillosos frutos que esto produce; es, en definitiva, un anticipo del Cielo, por ello exclamaba Sor Isabel de la Trinidad: “he hallado el Cielo aquí en la tierra pues el Cielo es Dios y Dios está en mi alma”[11]. El pecado es pues, una gran insensatez, no es más que cambiar el oro de la gracia por el espejismo del pecado.
María Santísima, nuestra madre, es la llena de gracia, donde ella llega, el pecado sale huyendo. Por ello, al consagrarnos a María, el pecado debe salir de nuestras vidas definitivamente para que solo habite en nosotros la gracia de Dios. Esta buena madre será nuestra mejor ayuda en la lucha contra el peor enemigo de nuestra alma: el pecado.
Los mandamientos
“Maestro, -le preguntaba el joven del Evangelio a Cristo- ¿Qué he de hacer yo de bueno para conseguir la vida eterna?” Y Jesús le responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.” (Mateo 19, 16-17).
Los mandamientos no fueron un invento de Dios para coartar la libertad del hombre e impedirle el disfrute de la vida, como muchos hoy lo piensan. Por el contrario son un camino de verdadera libertad interior, de realización y felicidad. Son las instrucciones que llevan al hombre a cumplir el fin para el que fue creado. Todo padre quiere lo mejor para sus hijos y por ello les aconseja y les advierte de los peligros que deben evitar. Esto mismo ha hecho Dios con sus hijos, les ha señalado el camino de la felicidad, y les ha advertido de los peligros que pueden destruirlos, y esto lo ha hecho a través de su amada Iglesia:
«Los mandamientos son un “sí” a un Dios que da sentido, en los primeros mandamientos; un “sí” a la familia, cuarto mandamiento; un “sí” a la vida, quinto mandamiento; un “sí” al amor responsable, sexto mandamiento; un “sí” a la solidaridad y a la responsabilidad social y a la justicia, séptimo mandamiento; un “sí” a la verdad. Esta es la filosofía de la vida y la cultura de la vida que se hace concreta, posible y bella en la comunión con Cristo»[12].
¿Qué tal una ciudad donde no existiesen las normas de tránsito? Seguramente abundarían los choques, los heridos, los muertos, reinaría el caos total; o ¿ qué tal un país sin constitución política donde todo ciudadano, en nombre de la libertad, hiciese lo que se le antojase? Insostenible; sería una cueva de ladrones y homicidas donde reinaría el robo, el homicidio, la explotación, la esclavitud y la tiranía. La norma no está hecha para reprimir sino para ordenar y proteger aquello que es valioso; así mismo, los mandamientos están hechos para proteger al hombre.
El remedio contra el pecado: la confesión sacramental
«Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.” Dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. (Jn 20, 21-23). Como lo vemos, es Voluntad del mismo Dios que nos confesemos con un sacerdote:
Porque al ser humano y frágil comprende nuestra fragilidad. Si fuera San Miguel nos partiría en dos con su espada.
Porque no absuelve en su propio nombre sino en el del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Porque él nos puede aconsejar y orientar en la lucha.
Si la confesión fuese un invento de la Iglesia ¿qué ganaría con eso sino problemas y cargas? ¿Acaso será muy bueno sentarse por horas a escuchar los problemas y miserias de los demás?
“Yo no me confieso con un cura más pecador que yo”. ¿Cuántas veces has contado todas tus miserias a tus amigos que son igual o más pecadores que tú?
Cinco pasos para una buena confesión
Examen de conciencia: consiste en recordar todos los pecados cometidos desde la última confesión bien hecha.
Arrepentimiento: pedir a Dios un sincero dolor por los pecados cometidos.
Propósito de enmienda: tomar la firme decisión de no volver a pecar.
Confesión: consiste en decir al sacerdote todos los pecados que se han descubierto en el examen de conciencia. Esta debe ser humilde, sincera y completa.
Satisfacción: consiste en cumplir la penitencia impuesta por el sacerdote, con la intención de reparar por los pecados cometidos.
El sacramento de la penitencia actúa de dos maneras: dando la gracia a los que no la tienen, o aumentándola a quienes ya la poseen. En cuanto a la intensidad o grado en que confiere la gracia, depende mucho de las disposiciones de quien lo recibe.
PRÁCTICA
Hacer un examen de conciencia general y una sincera confesión.
Ver artículo: Examen de conciencia. (Ver Aquí).
Reto digital: Compartir el link del examen de conciencia en tus redes sociales.
[1] SCÚPOLI, Lorenzo. El combate espiritual. Quito: San Pablo, 2005. P. 232.
[2] Ibíd., 233.
[3] ROYO, Antonio. Teología Moral para seglares. Tomo I. Ed. 7. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 1996. P. 250.
[4] Ibíd., p. 230-231.
[5] Ibíd., p. 235.
[6] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo II. Quito: Jesús de la Misericordia, 1930. P. 473 - 474.
[7] ROYO, Antonio. Teología Moral para seglares. Tomo I. Ed. 7. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 1996. P. 235.
[8] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo II. Quito: Jesús de la Misericordia. Pp. 479-480.
[9] Ibíd., p. 471.
[10] Encíclica Humani Generis, 30. Su Santidad Pío XII.
[11] M.M. Philipon, O.P. La doctrina espiritual de Sor Isabel de la Santísima Trinidad. Quito: Jesús de la Misericordia. P. 79.
[12] Discurso del Papa Benedicto XVI del domingo 8 de enero de 2006.