“Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:
–¿A dónde vas?
– Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.
–¿Y para qué quieres trabajar?
–Pues para ganar un jornal.
–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué quieres comer?
–Pues..., ¡para vivir!
–¿Y para qué quieres vivir?
Se quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores, esa última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de tu vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres tú? No me interesa tu nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién eres tú como criatura humana, como ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?, ¿a dónde vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás más allá del sepulcro?
Señores: éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se puede plantear un hombre sobre la tierra.”[1]
El hombre no es sólo materia, es también espíritu; no es sólo para este mundo, es para el eterno.
Las cosas que creamos exigen nuestra eternidad: No tiene sentido que un objeto material, creado por el ser humano (silla, mesa, etc.) pueda existir por más tiempo que el hombre que lo creó. Esto implicaría una perfección de la criatura (silla, mesa, etc.), que superaría a su “creador” (el hombre). Por esta razón, el hombre debe ser eterno, su alma debe seguir existiendo después de la muerte.
La justicia exige eternidad; no es justo que una persona que fue buena toda su vida y en esta vida sufrió bastante, deje de recibir una recompensa por el bien que hizo, debe haber un más allá donde se le recompense. Tampoco es justo que alguien que fue verdaderamente malo en vida y no tuvo castigo por sus actos deje de recibir el pago de sus obras, debe haber un más allá donde pague y repare por el daño que hizo.
A lo largo de toda la historia, en las diversas culturas, religiones y civilizaciones se ha dejado ver que el hombre tiene un profundo deseo de trascendencia que está inscrito en su naturaleza, no se ha resignado a creer que todo acaba con la muerte, siempre ha creído en un más allá, en un después de la muerte; y es que el hombre no es solo para este mundo, es para el eterno.
Por qué hablar de las postrimerías
Al ser el hombre un ser trascendente, es decir, que no acaba con la muerte, es necesario hablar de la realidad que le espera después de este doloroso paso; es necesario hablar del tema de las postrimerías, realidades que hoy no se mencionan precisamente porque el hombre de hoy no piensa en su fin, y por tanto, no piensa en cómo vive.
Es necesario hablar del tema de las postrimerías porque quien no tiene razones para morir, no tiene razones para vivir. Aquel que cree que la vida termina con la muerte, puede vivir de cualquier manera, no le importa la manera como obra durante su vida pues considera que sus acciones no tienen trascendencia, y es más, cuando sufre un fracaso en su vida cree que ya todo terminó, que no tiene sentido seguir viviendo; mientras que, quien comprende la trascendencia del hombre, quien sabe que la muerte es solo un paso a la vida eterna, siempre tiene razones para vivir, aun cuando lo ha perdido todo, y aún, encontrándose moribundo o en la situación más extrema y desesperante. Por ello las postrimerías ayudan a tener razones para morir y sobre todo para vivir correcta y santamente, pues como lo dice la Escritura “Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás” (Eclo 7,40).
Las postrimerías nos ayudan a tomarnos en serio el presente de cara al futuro, pues nos hacen conscientes de que en esta vida nos lo jugamos todo, la salvación o la condenación eterna. Las postrimerías son: muerte, juicio, infierno, purgatorio y gloria. Veremos cada una de ellas en las tres lecciones siguientes.
LA MUERTE
«Existen dos concepciones de la muerte. La concepción pagana, la concepción materialista, que ve en ella el término de la vida, la destrucción de la existencia humana, la que, por boca de un gran orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa más terrible entre las cosas terribles” (omnium terribilium, terribilissima mors); y la concepción cristiana, que considera a la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad. Porque, señores, a despecho de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una contradicción, la muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad. Qué bien lo supo comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía: “Ven, muerte, tan escondida que no te sienta venir, porque el gozo de morir no me vuelva a dar la vida.”»[2]
Definición
La muerte es definida por el catecismo como la “Separación del alma y el cuerpo” (Catecismo, 997, 624, 650, 1005), y como el “final de la vida terrena” (Catecismo, 1007, 1008). Debemos aclarar aquí que hablar de cuerpo y alma no es dualismo:
El dualismo dice que el cuerpo y el alma se oponen, siendo lo primero malo y lo segundo bueno; los cristianos consideramos cuerpo y alma como un regalo de Dios, tanto que creemos en la resurrección de la carne. El dualismo dice que cuerpo y alma son dos sustancias distintas; los cristianos entendemos al hombre como una unidad sustancial de cuerpo y alma.
La muerte es consecuencia del pecado
La muerte es la paga por el pecado, ésta no se encontraba en el plan de Dios. La Iglesia así nos lo ha enseñado: «Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es “salario del pecado” (Rom 6, 23;cf. Gén 2, 17)» (Catecismo, 1006). El hombre por naturaleza era mortal, pero Dios le había dado el don de la inmortalidad; este don lo perdió con el pecado.
San Alfonso nos exhorta a que consideremos la muerte para que no nos asuste cuando toque a nuestras puertas: «Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar: mira en aquel cadáver, tendido en su lecho mortuorio, la cabeza inclinada sobre el pecho, esparcido el cabello, todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos, desencajadas las mejillas, el rostro color ceniza, labios y lengua color de plomo; yerto y pesado el cuerpo...¡tiembla y palidece quien lo ve! Observa como aquel cadáver va poniéndose amarillo, después negro. Aparece en todo el cuerpo una especie de vellón blanquecino y repugnante de donde sale una materia pútrida, viscosa y hedionda que cae por tierra. Nace en tal podredumbre multitud de gusanos que se nutren de la misma carne... y de todo aquel cuerpo no queda más que un fétido esqueleto que con el tiempo se deshace, separándose de los huesos y cayendo del tronco la cabeza»... y continúa el santo preguntando «¿Dónde está pues la hermosura que hoy te agrada? en esta pintura de la muerte, hermano mío, reconócete a ti mismo y ve lo que un día vendrás a ser. Hoy te cubre el oro y la seda, mañana te cubrirá la tierra y la podredumbre. Hoy te cortejan los hombres, mañana te cortejarán los gusanos. ¡Oh, cuán solo y abandonado quedará el cuerpo en la pobre sepultura! ¿Por qué sirves tanto a la carne que ha de servir de alimento a los gusanos?»[3]
Frente al tema de la muerte siempre debemos recordar que con absoluta seguridad moriremos, y aunque la miremos a lo lejos, llegará; no sabemos cómo ni cuándo ni dónde moriremos, pero sí sabemos que morir mal es un error irreparable: Cualquier otro error tiene solución... morir en pecado mortal significa condenarse para siempre. ¡Si te acuestas a dormir en pecado mortal, mañana puedes amanecer en el infierno!
La muerte sólo la temen quienes han perdido la vida, quienes tienen las manos vacías. He aquí los temores que afronta el hombre en el momento de su muerte:
Frente al pasado: a la hora de la muerte es común que las personas experimenten remordimiento de conciencia, que vengan a su mente recuerdos de pecados y culpas pasadas que les causan gran tormento; la persona desearía una segunda oportunidad para enmendar el mal que hizo.
Frente al presente: la persona también experimenta temor al pensar en dejar su familia, sus seres queridos y los bienes que posee.
Frente al futuro: ante el moribundo se presenta la incertidumbre por lo que podrá venir después de la muerte; se experimenta temor al pensar en el juicio que se rendirá de cara a Dios.
¡Cuán diferente es la muerte del santo! ¡Cuánto regocijo hay en ella! Muy bien lo dice la Escritura: “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor” (Ap 14,13), pues mueren con el gozo y la esperanza de encontrarse con Aquel que buscaron durante toda su vida, mueren en paz porque sus buenas obras los sostienen y acompañan. Santa Teresita del Niño Jesús respondió a su capellán, que le preguntaba si estaba resignada para morir: “¿resignada? No, padre mío; resignación se necesita para vivir, no para morir… lo que tengo es una alegría grandísima”. No se trata aquí de un desprecio de la vida terrena sino de un inmenso deseo de encontrarse con Dios. ¡Quien ha sabido vivir no le teme a la muerte!
EL JUICIO
Podemos imaginar que delante de nosotros funciona día y noche, desde el instante en que empezó nuestra vida consciente y racional, una máquina cinematográfica invisible que está filmando nuestra vida interior y exterior. Es inútil cerrar la puerta con llave para quedarnos completamente solos, de nada sirve apagar la luz, pues el “cine de Dios” funciona perfectamente a oscuras.
A la hora de la muerte, en el momento mismo de exhalar el último suspiro, contemplaremos como únicos espectadores, pero bajo la mirada de Dios, la película de toda nuestra existencia terrena: he ahí el juicio particular. Y esa misma película se proyectará públicamente algún día ante la humanidad entera: ha ahí el juicio final.
Juicio particular
«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre.» (Catecismo, 1022).
En la Sagrada Escritura aparece clara la idea de un juicio que afrontará la persona inmediatamente después de su muerte: “el hombre muere una sola vez y luego viene para él el juicio” (Hb 9,27). Inmediatamente después de la muerte, el alma se presentará ante Dios, cara a cara, entonces se abrirán los dos libros: el Evangelio, donde la persona contemplará lo que debió haber hecho durante su vida, y el libro de su vida, donde contemplará lo que en realidad hizo; ambos libros serán comparados. Será un juicio basado en la fe (cf. Jn 3,16) y en el amor: “al atardecer de la vida se nos juzgará en el amor.”[4]
No será Dios quien juzgue a la criatura, pues no vino a condenar sino a salvar, será la propia conciencia la que la salvará o condenará eternamente, pues esta fue una decisión personal que estuvo respaldada por toda una vida (cf. Catecismo, 679).
Juicio universal
«La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda [...] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31.32.46)» (Catecismo 1038).
Este juicio tendrá varias características importantes:
Sucederá en la segunda venida gloriosa de Cristo; al respecto, nadie sabe ni el día ni la hora.
Se dará allí la resurrección de la carne: los santos recobrarán un cuerpo bendito y los condenados un cuerpo maldito.
Estará presente allí, toda la humanidad, desde Adán y Eva hasta el último hombre creado. Ante todos ellos se proyectará la película de nuestra vida. Así los condenados sabrán que se condenaron por soberbia, por no haber hecho un simple acto de arrepentimiento, sabrán que muchos de los bienaventurados pudieron haber cometido pecados peores que los suyos, pero con la diferencia de haber acogido la misericordia de Dios.
Dice San Bernardo[5] que será el día de la vergüenza universal, pues quedarán al descubierto las conciencias y los corazones de todos los hombres, y serán contemplados por toda la humanidad. Si sentíamos vergüenza para ir a confesar nuestros pecados ante un sacerdote en la confesión, qué diremos de ese día en el que ya no sólo un hombre sino toda la humanidad conocerá nuestras miserias.
“Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino”[6]; es decir, para heredar la vida eterna es necesario cumplir los mandamientos.
PRÁCTICA
Ver el testimonio completo de la odontóloga bogotana Gloria Polo. Quien tuvo una experiencia sobrenatural mientras se debatía entre la vida y la muerte.[7]
Reto digital: Comparte el video de Gloria Polo en tus redes sociales
[1] ROYO, Antonio. El misterio del más allá. Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid. P. 1.
[2] Ibíd., p. 10.
[3] TAMAYO, Wilson. Totus Tuus. 7 ed. Medellín: Prográficas. 2009. P. 50.
[4] SAN JUAN DE LA CRUZ. Dichos de amor y luz, 64.
[5] Op. cit., P. 53.
[6] Veritatis Splendor, 8.
[7] Se recomienda buscar este testimonio en www.youtube.com como “Testimonio de Gloria Polo“.