“Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria.
Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!” Y el fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero ¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”[1]
Debemos decir que en cuanto al tema del infierno, en la Iglesia, hemos pasado de un extremo a otro: de hablar excesivamente de él hasta pensar en un Dios terrible y vengativo (edad media), hasta negarlo, pensando en un Dios alcahueta e indiferente ante la injusticia (modernidad). En ambos casos se deforma la imagen de Dios. Él es infinitamente misericordioso a la vez que es infinitamente justo. Por ello, en esta lección, trataremos de profundizar un poco en el tema para entenderlo como es en realidad.
Definición
El infierno es un estado de “auto exclusión”, no un defecto de la misericordia de Dios: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”» (Catecismo, 1033).
El infierno es la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno, pues significa la pérdida y privación total de Dios, y por tanto, de todo lo bueno, bello y verdadero.
Existencia del infierno
“Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría”[2].
Estas palabras del Papa Juan Pablo II fueron manipuladas por medios de comunicación mal intencionados, quienes a partir de éstas afirmaron que el Papa había negado la existencia del infierno. Ante esto, hay que decir que el Papa afirmó que el infierno, en este momento, es un estado del alma -pues aún no se ha dado la resurrección de la carne-, más no lo negó. Que sea un estado del alma no significa que no exista. Los dolores espirituales, del alma, son más profundos e intensos que los dolores físicos. Es así como duele más la muerte de un hijo que un golpe o una fractura. Una depresión aguda, no se localiza en ningún órgano del cuerpo, pero es una agonía espiritual y es un dolor y un sufrimiento real. Los dolores del alma son más intensos y fulminantes, y no porque no los localicemos o palpemos dejan de ser reales.
El infierno, es decir, la privación total de Dios, es la angustia, la tristeza, la depresión, la soledad, la agonía más absoluta. Después de la Resurrección de la carne, el infierno ya no será sólo un estado sino que será un lugar.
La apuesta de Pascal
Cuando llegamos a la existencia de Dios, hay dos posibilidades: o Dios existe o no existe. En los términos de nuestra respuesta, también hay dos posibilidades: o creemos en Dios, o no lo hacemos.
Si Dios no existe, y apostamos (por creer) que sí existe, no perdemos nada, puesto que, presumiblemente, no hay vida después de esta o recompensa eterna o castigo por creer o no creer.
Si Dios existe, como quiera que sea, y nos ofrece gratuitamente el regalo de vida eterna, y nosotros apostamos (por incredulidad) a que no existe, entonces estamos arriesgando el perderlo todo y vivir una eternidad separados de Dios.
Si Dios existe, y apostamos a que así es, potencialmente estamos ganando la vida eterna y la felicidad.
Por lo que dijo Pascal, una persona razonable aún considerando la posibilidad de que Dios existe en un 50 por ciento, debería apostar a que así es, puesto que esa persona se posicionaría a no perder nada (si Dios no existe) y ganarlo todo (si Dios existe); mientras que la persona que apuesta a que Dios no existe se posiciona a no ganar nada (si Dios no existe), o a perderlo todo (si Dios sí existe).
Este mismo argumento lógico aplica para la existencia del infierno: si crees en él y no existe, no pierdes nada, y viviendo el Evangelio habrás llevado una vida feliz; si crees en él y existe, te librarás de ir a él; pero si no crees en él y en realidad existe corres el riesgo de condenarte eternamente, al llevar una vida libertina y permisiva.
Verdades de fe sobre el infierno (IV Concilio de Letrán)
En el IV Concilio de Letrán, realizado en el año 1215 se definieron como verdades de fe sobre el infierno:
Su existencia (Catecismo, 1035).
Segunda muerte (Ap 20, 13ss).
“Será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 13, 42; 25, 30. 41).
Su eternidad (Catecismo, 1035).
La gehenna de “fuego que no se apaga” (Mc 9, 43).
En la parábola del Rico Epulón, se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).
“Una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Tes 1,9).
“¡Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25, 41).
Existen allí dos grandes castigos: pena de daño y de sentido (Mt 25,31-46).
Pena de sentido
“Se llama así porque el principal sufrimiento que de ella se deriva proviene de cosas materiales o sensibles. Afecta, ya desde ahora, a las almas de los condenados, y, a partir de la resurrección universal, afectará también a sus cuerpos.”[3]
La pena de sentido consiste principalmente en el suplicio del fuego (Mc 8,43; Mt 25,41), que atormenta no solamente los cuerpos, sino también las almas de los condenados. Además de esto, en virtud de la degradación indecible, del estado perpetuo de odio, de los suplicios horribles de quienes allí se encuentran - es decir, los demonios y los demás condenados-, su compañía continua, eterna, será por sí misma una tortura espantosa. Los sentidos internos estarán sujetos a imaginaciones y recuerdos más o menos torturantes, y los externos estarán privados de todo cuanto les pudiese agradar y proporcionar placer, nada de luz, de armonías, de suaves olores, de sensaciones suaves, de reposo corporal.
La imitación de Cristo, gran clásico de la literatura cristiana, describe esta pena del infierno de la siguiente manera: “en lo mismo que más peca el hombre será más gravemente castigado. Allí los perezosos serán punzados con aguijones ardientes, y los golosos serán atormentados con gravísima hambre y sed. Allí los lujuriosos y amadores de deleites serán rociados con hediondo azufre, y los envidiosos aullarán de dolor como rabiosos perros. No hay vicio que no tenga su propio tormento. Allí los soberbios estarán llenos de confusión, y los avarientos serán oprimidos con miserable necesidad. Allí será más grave pasar una hora de pena, que aquí cien años de penitencia amarga. Allí no hay sosiego ni consolación para los condenados; más aquí cesan algunas veces los trabajos, y se goza del consuelo de los amigos. Ten ahora cuidado y dolor de tus pecados, para que en el día del juicio estés seguro con los Bienaventurados.”[4]
Todas las facultades tendrán en el infierno su castigo especial. Si el castigo de los sentidos es el fuego, y el del entendimiento y la voluntad es la pena de daño, el castigo de la memoria es el remordimiento, y el de la imaginación es la desesperación.
El remordimiento, como pena de la memoria, le recordará al condenado los muchos medios de salvación que tuvo en la tierra, el desprecio que hizo de ellos y cómo vino a condenarse sólo por su culpa, sin poder ahora arrepentirse. La desesperación, como pena de la imaginación, le recordará constantemente que sus tormentos durarán no por mil años, ni por millones de años, sino por toda la eternidad.
Pena de daño
El Magisterio de la Iglesia, desde sus inicios, y en unanimidad con los Padres de la Iglesia, ha sido claro en enseñar que «la pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira» (Catecismo, 1035).
Respecto de esta pena del infierno, ha dicho San Agustín: “perecer para el Reino de Dios, expatriarse de la ciudad de Dios, enajenarse de la vida de Dios, carecer de la inmensa dulzura de Dios... es una pena tan grande, que no puede haber tormento alguno entre los conocidos que se le pueda comparar”[5].
Coinciden con esta dolorosa descripción las palabras de san Juan Crisóstomo quien afirma que “el haber perdido bienes tan grandes produce en el condenado tal dolor, aflicción y angustia, que, aunque no hubiera ningún otro suplicio destinado a los pecadores, él solo podría producir en el alma mayor dolor y perturbación que todos los demás tormentos del infierno”[6].
Definitivamente, el infierno es lugar de dolor y de tormento eterno pues allí el hombre habrá perdido el Sumo Bien para que el que fue creado: Dios. Esto significa para el hombre que allí va a parar la frustración total de su existencia. “Los condenados sufren, pues, como una especie de desgarramiento del alma misma, atraída en diversos sentidos a la vez por fuerzas opuestas e igualmente poderosas. Es como un descuartizamiento espiritual, tortura mucho más espantosa que la que experimentarían si su cuerpo fuera despellejado vivo o cortado en pedazos; porque, en la medida en que las facultades del alma son superiores a las del cuerpo, en esa misma proporción es más doloroso el desgarramiento profundo por el cual el alma es separada de sí misma al estar separada de Dios, que debería ser el alma de su alma y la vida de su vida.”[7]
Van a él los que mueren en pecado mortal
«Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno» (Catecismo, 1035).
Dios quiere la salvación para todos
Nadie está predestinado a la condenación, Dios quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tim 2,4), para eso los creó. Dios nunca pensó en dos caminos -la condenación o la salvación-, sólo pensó en la salvación, no tenía otra opción. El Infierno es simplemente la negación, la no aceptación de ésta. El Cielo y el Infierno no son equiparables.
«Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf. DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 Pe 3, 9)» (Catecismo, 1037).
PRÁCTICA
Renunciar definitivamente a todo estado de vida que implique Pecado Mortal habitual. ¡Morir antes que pecar!... porque pecando se corre el riesgo de morir eternamente.
[1]ROYO, Antonio. El misterio del más allá. Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid. P. 4.
[2] Juan Pablo II. Audiencia del 28 de Julio de 1999.
[3] ROYO, Antonio. Teología de la salvación. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 1997. P. 315.
[4] KEMPIS, Tomas. Imitación de Cristo. Lib. I. Cap. XXIV.
[5] ROYO, Antonio. Op. cit., p. 308.
[6] Ibíd., 309.
[7] Ibíd., p. 310.