«Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del Cielo» (Catecismo, 1030).
¿Quiénes van allí?
Al purgatorio van a aquellos que todavía no son santos, pero que no están en pecado mortal. Quien entra allí ya ha recibido la salvación eterna; sin embargo, no debemos aspirar ir a este lugar, sino que debemos aspirar ir directamente al Cielo.
¿Qué sucede allí?
El alma es sometida allí a un fuego purificador, que implica dolor, a fin de reparar sus pecados y obtener la pureza y santidad necesarias para ver a Dios. La purificación del purgatorio se basa en el amor.
Hay que aclarar que, aunque en el purgatorio el alma es sometida a un fuego purificador y esto implica dolor, éste no se puede equiparar al castigo del infierno: «La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados» (Catecismo, 1031).
Argumentos para hablar de la existencia del purgatorio
Aunque en la Biblia no aparece la palabra “Purgatorio” está clara la idea del mismo. Tampoco aparecen en la Biblia palabras como: “Trinidad”, “Encarnación”, etc. y sin embargo el protestantismo las acepta sin problema.
Los protestantes son muy firmes (de hecho, insistentes) en la idea de que continuamos pecando hasta el fin de esta vida a causa de nuestra naturaleza corrompida. Sin embargo, ellos saben que al Cielo “no entrará nada manchado (impuro)” (Ap 21,27) y que quien no tenga el vestido digno del banquete celestial, no podrá estar allí (cf. Mt 22,1-13). También hablan de la infinita misericordia de Dios que perdonará a quien se arrepienta, pero saben que “de toda palabra ociosa que hablen los hombres, darán cuenta en el día del Juicio” (Mt 12,36). Así pues, si una persona pecadora se arrepiente, con seguridad Dios le perdona; pero, aunque la Sangre de Cristo le lave, esa persona seguirá pecando “hasta el fin de sus días” y como en el Cielo no entra nada manchado y se nos juzgará hasta por nuestras palabras ociosas (¡y quién no las ha dicho!), no podrá ir al Cielo… ¿Entonces, se condenará? No, ni pensarlo, pues la persona se arrepintió y al Infierno va quien no se arrepiente… ¿Qué pasará con ésta persona? Si no puede entrar todavía al Cielo por no estar perfectamente purificada y no puede ir al Infierno por haberse arrepentido, tendrá que ir necesariamente a un estado distinto donde termine de purificarse y luego pueda llegar al Cielo a gozar eternamente de Dios. Ese estado es el Purgatorio.Es pura lógica.
Es tan lógica, tan clara y evidente la necesidad de una expiación después de la muerte, que la llegaron a vislumbrar los mismos filósofos paganos, que carecían totalmente de las luces de la fe. Y así, Platón alude varias veces a un lugar ultraterreno donde se purifican las almas imperfectas antes de entrar en el reposo eterno. Virgilio recoge esa misma creencia en la Eneida al describir la purificación que es necesario sufrir antes de entrar en los Campos Elíseos, esto es, en el Paraíso. Y el filósofo Séneca, consolando a la noble Marcia por la muerte prematura de su hijo, le habla de un lugar donde se “expurga y sacude de sí los vicios pegadizos y la herrumbre inherente a toda vida mortal”.
Además, es de lógica el pensar en que todo daño se debe reparar, así mismo pasa con el pecado. Todo pecado causa en el alma dos cosas: culpa y pena (cf. 2 Sam 12,13-14; 24,12). No basta pedir perdón, además hay que resarcir (reparar) el daño hecho, no porque Dios lo necesite sino porque nuestra alma lo necesita. El ejemplo del clavo en la pared: se quita el clavo (perdón de la culpa) pero queda el hueco (pena) que hay que resanar. En la confesión se perdonan nuestras culpas pero nos queda el deber de reparar el mal hecho; sino lo hacemos en vida, a través de la oración, la penitencia y las buenas obras, lo haremos en el purgatorio.
“Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro” (San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41, 3). En el infierno ya no hay posibilidad de perdón, y al Cielo no entra nada manchado; por tanto, debe haber un lugar intermedio, de purificación, donde se perdonen pecados. Este es el purgatorio.
2 Macabeos 12,42-45: Judas Macabeo y sus soldados ofrecen oraciones y sacrificios por sus compañeros muertos en batalla con objetos consagrados a los ídolos. Este texto muestra la concepción de los judíos sobre una purificación después de la muerte. Aún hoy los judíos ortodoxos rezan una oración llamada Quaddish durante los once meses siguientes al deceso para alcanzar la correspondiente purificación.
Mateo 12,32: Jesús no condena la creencia de los judíos en una purificación después de esta vida, sino que la apoya y este texto es muestra clara de ello. Jesús habla del pecado contra el Espíritu Santo y dice que este no se perdona ni en esta vida ni en la otra. Lo que muestra claramente que hay dos tipos de pecados: Los que no se perdonan ni en esta vida, ni en la otra, y los que se perdonan en esta vida o en la otra. Esta purificación de los pecados en la otra vida, se conoce como Purgatorio.
Mateo 18,23-35: “Aprendan algo sobre el Reino de los Cielos” Jesús explica cómo funcionan las cosas en el Reino de los Cielos y narra la parábola del hombre injusto que no quiso perdonar a un deudor, aunque él mismo había sido perdonado por el Rey. “Lo puso en manos de los verdugos hasta que pagara toda la deuda” Si este hombre injusto quedó en manos de los verdugos “hasta que pagara toda la deuda”, significa que su castigo es temporal y no eterno. “Lo mismo hará mi Padre Celestial…” Nuestro Señor explica claramente que el que no perdone a su hermano tendrá que “pagar esa deuda” con un castigo temporal. Este castigo temporal es lo que se llama Purgatorio.
Lucas 12,58-59: Nuevamente habla nuestro Señor de una cárcel de la que no se sale hasta que sea pagado el último centavo. La “cárcel” de la que habla el Señor no puede ser el Infierno pues de allí no se sale nunca (Mt 18, 8; Mt 25, 41; Mc 9, 43; etc.) Esta “Cárcel” es el Purgatorio donde es purificado el pecador.
1 Corintios 3,11-15: San Pablo habla del fuego que probará la obra de las personas que edificaron su vida sobre Cristo. Algunos construyeron con oro, plata o piedras preciosas, otros con madera, caña o paja. Pablo dice, además, que será premiado aquel cuya obra resista al fuego, pero si la obra se hace cenizas el obrero tendrá que pagar… ¿se condenará entonces? No, Pablo es claro al decir que se salvará, pues había edificado sobre Cristo; sin embargo tendrá que pasar por el “fuego purificador”. Ese “fuego purificador” es el Purgatorio.
Almas del purgatorio
Las almas del purgatorio no son para invocarlas “ni para que me despierten”, sino que tenemos la obligación de orar y ofrecer sacrificios por ellas; «“Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (2 Mac 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios» (Catecismo, 1032). También debemos rogar por ellas constantemente a nuestra Madre Santísima para que acuda en su socorro y les de alivio y consuelo.
Indulgencias
«La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (Catecismo, 1471).
La Indulgencia plenaria: Borra toda la pena merecida por el pecado. Para obtenerla se deben cumplir las siguientes condiciones:
Confesión.
Comunión.
Oración por el Papa.
Obra que produzca indulgencia plenaria (esto lo determina la Iglesia); veamos algunas:
Tres días de Retiro.
Rezar el Rosario meditado en comunidad.
Asistir a una primera comunión.
Hacer el Santo Viacrucis.
Bendición urbi et orbi, etc.
Renuncia a todo afecto al pecado, incluso venial.
Estas indulgencias se aplican a sí mismo o a un alma del purgatorio, no a otro vivo. Los consagrados las damos a María, nuestra Madre y tesorera, para que sea ella quien las administre y las de a las almas que más lo necesitan.
La Indulgencia parcial, como su nombre lo indica, borra solo una parte de la pena merecida por el pecado, depende del acto concreto que se realice para obtenerla. Son muchas las formas de ganarla.
EL CIELO: FELICIDAD ETERNA
«Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo” . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (Catecismo, 1024).
El doctor Angélico, santo Tomás, lo definió como “el bien perfecto que sacia plenamente el apetito”, y Boecio afirmó al respecto que es “la reunión de todos los bienes en estado perfecto y acabado”.
Dios ha hecho al hombre para el Cielo, y por eso aquí en la tierra ningún hombre encuentra esa felicidad completa que tanto busca; Goethe afirmaba de sí mismo: “se me ha ensalzado como a uno de los hombres más favorecidos por la fortuna. Pero en el fondo de todo ello no merecía la pena, y puedo decir que en mis 75 años de vida no he tenido cuatro semanas de verdadera felicidad; ha sido un eterno rodar de una piedra que siempre quería cambiar de sitio”. Y es que, como lo afirma el padre Jorge Loring, en su libro Para Salvarte, la aspiración fundamental del hombre no puede saciarse con la posesión de un objeto; el hombre no puede alcanzar su felicidad plena en una relación sujeto-objeto, sino en la relación yo-tú, es decir, en la relación con una persona. Incluso en este mundo la mayor felicidad está en el amor; y no precisamente el amor-lujuria, sino el amor espiritual. En el Cielo la posesión de Dios nos proporcionará por el amor una felicidad insuperable.
Hablar del Cielo no es nada fácil, las palabras se quedan cortas, la imaginación no alcanza, el mismo San Pablo al hablar del Cielo sólo puede exclamar: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para los que lo aman” (1 Cor 2,9).
“Es la posesión plena y perfecta de una felicidad sin límites, totalmente saciativa de las apetencias del corazón humano y con la seguridad absoluta de poseerla para siempre.”[1]
Dos goces del Cielo
La visión beatífica
Si en este mundo la contemplación mística, sobrenatural o infusa, que procede de la fe y de los dones del Espíritu Santo, arrebata el alma de los santos y los saca fuera de sí por el éxtasis místico, calcúlese lo que ocurrirá en el Cielo ante la contemplación de la divina esencia, no a través de los velos de la fe, sino clara y abiertamente tal como es en sí misma.
La visión beatífica será como un éxtasis eterno que sumergirá al alma en una felicidad indescriptible. San Pablo, que fue arrebatado al tercer Cielo y contempló un instante la esencia divina, al volver en sí de su sublime éxtasis no supo decir nada de lo que había visto por ser del todo inefable: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para los que lo aman” (1 Cor 2,9).
El disfrute de los sentidos
Nuestros ojos estarán perpetuamente llenos del deleite mayor que puede procurarles la vista de los más bellos objetos. Nuestros oídos estarán eternamente llenos del placer que aquí les causan las más bellas melodías y dulces palabras. San Francisco de Asís fue recreado en esta vida, en un éxtasis inefable, con un instrumento músico pulsado por un ángel, y creyó morirse de felicidad y de gloria. Nuestro olfato, gusto y tacto estarán perpetuamente gozando el mayor deleite que aquí pueden producirnos sus más gratas impresiones.
“Nos hiciste para ti Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti” (San Agustín).
Los santos y el Cielo
Si estuviéramos bien convencidos -como lo estaban los santos de que la tierra es el destierro de las almas, un valle de lágrimas y de miserias, un desierto abrasador por el que hay que pasar antes de ir al oasis del Cielo, que es la patria verdadera de las almas, no solamente no temeríamos la muerte, sino que ningún otro deseo nos sería tan querido y familiar. San Pablo deseaba ardientemente ser desatado de los vínculos de la carne para unirse eternamente con Cristo (cf. Fil 1,23), y de igual manera lo anhelaban los santos, porque ellos comprendían lo que verdaderamente era el Cielo y suspiraban por él.
«San Ignacio de Loyola se derretía en lágrimas cada vez que pensaba que la muerte le abriría las puertas del Cielo. Tenía tal deseo de unirse a Dios, que, en su última enfermedad, los médicos le prohibieron pensar en la muerte; porque este pensamiento le enardecía tanto, que le hacía palpitar violentamente su corazón, poniendo en peligro su vida.
San Francisco Javier, con los ojos llenos de lágrimas y abrazando el crucifijo, exclamó: “en ti, Señor, he puesto toda mi confianza; no seré confundido eternamente”. Y, con el semblante iluminado por la alegría celestial, expiró dulcemente en el Señor.
Santa Catalina de Siena sentía una tan grande impaciencia de morir, que casi perdía la razón. Llamaba a la muerte con palabras tiernas y amorosas, invitándola a no retardar más su venida. En cierta ocasión el Señor le permitió un profundo éxtasis, en el que experimentó el Cielo por unos instantes, y después de volver en sí lloró amargamente durante tres días y tres noches por verse privada de ese Sumo Bien.
Santa Teresa de Jesús vivió muriendo de amor, deseando ardientemente morir para ver a Dios. Fue impresionante -declaran los testigos que lo vieron- la expresión de su alegría celestial cuando, al recibir el viático en su pobre celda de Alba de Tormes, le decía a su Dios y Señor: “ya es hora, Señor, ya es hora de que nos veamos para siempre en el Cielo”»[2].
El Cielo debe ser la aspiración más profunda del cristiano, pues allí nos esperan Jesús y nuestra Santísima Madre, para disfrutar de su compañía eternamente. Un consagrado a María debe vivir con los pies en el suelo y el corazón y los ojos en el Cielo, pues así vivió siempre ella.
PRÁCTICA
Durante esta semana, asistir a la Santa Misa y ofrecerla por las almas del purgatorio más necesitadas, y especialmente por las almas de los familiares fallecidos. También, ofrecer por ellas el Santo Rosario.
[1] ROYO, Antonio. Teología de la salvación. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 1997. P. 444.
[2] Ibíd., p. 267.